El año que vivimos peligrosamente
Hace un año, yo era un defensor convencido, aunque reticente, de la guerra de Irak. Un año después, las armas de destrucción masiva no han aparecido, los iraquíes sufren atentados con bombas de camino a las mezquitas, la democracia se retrasa hasta el año que viene, y todos mis amigos me preguntan si no he cambiado de idea. ¿Quién no lo haría?
Empecé a tener mis dudas con el debate del año pasado. Pensábamos que estábamos hablando sobre Irak, pero el tema de lo que pudiera ser mejor para 25 millones de iraquíes no aparecía mucho en la discusión. Como suele ser habitual, estábamos hablando de nosotros mismos: de lo que Estados Unidos es y de cómo ha de utilizar en el mundo su fuerza aterradora. El debate se convirtió en un concurso de ideologías disfrazadas de historias.
"Apoyé la guerra por ser la opción menos mala entre las opciones disponibles. La contención -meter a Sadam Husein en una caja- podría haber hecho innecesaria la guerra, pero en la caja habían aparecido varias grietas"
"A no ser que las amenazas sean inminentes, los pueblos democráticos no quieren combatir, pero si esperan hasta que las amenazas sean inminentes, los costes de la guerra pueden resultar prohibitivos"
"La Administración de EE UU fue a Irak creyendo que se enfrentaba a un desafío humanitario. Se despertó para descubrir que se enfrentaba al desafío de la resistencia armada"
Los conservadores republicanos nos mostraban la América libertadora, mientras que la izquierda liberal nos mostraba la América taimada, la que pone en pie a líderes viles y echa abajo a aquellos elegidos democráticamente. Ninguna de las historias era falsa: el Plan Marshall demostró que Estados Unidos podía hacer bien algunas cosas, mientras que el derrocamiento del presidente Allende en Chile y el apoyo a las escuadrones de la muerte latinoamericanos demostraron que Estados Unidos podía provocar graves males. En cualquier caso, los precedentes y las ideologías eran irrelevantes, puesto que Irak era Irak. Y resultó que nadie sabía gran cosa de Irak.
Un año después, Irak ya no es un pretexto o una abstracción. Es un lugar donde mueren americanos, y también iraquíes, en número aún mayor. Lo que hace que estas muertes resulten especialmente inquietantes es que no hay nadie que pueda decir honestamente -al menos por ahora- si serán redimidas por el surgimiento de un Irak libre, o si habrán sido en vano, por el caída en una guerra civil.
Opción menos mala
Apoyé la guerra por ser la menos mala de las opciones disponibles. La contención -mantener a Sadam Husein en una caja- podría haber hecho innecesaria la guerra, pero en la caja habían aparecido varias filtraciones. Husein estaba burlando las sanciones, enriqueciéndose gracias a la venta ilegal de petróleo y, según yo creía entonces, empezando a reconstruir el programa de armas que había sido destruido por los inspectores de Naciones Unidas. En caso de estar adquiriendo armas, a él se le habría podido disuadir de usarlas, pero también podía transferir tecnologías letales a terroristas suicidas que serían imposibles de disuadir. Podía tratarse de una posibilidad remota, pero después del 11-S no parecía aconsejable tomarla a la ligera. Sin embargo, la fuerza tenía que ser el último recurso. Si Husein hubiera colaborado con los inspectores, yo no hubiera apoyado una invasión, pero las pruebas, al menos hasta marzo de 2003, indicaban que seguía jugando el viejo juego de siempre. Conseguir que Husein abandonase ese juego dependía de una amenaza de fuerza creíble, y los franceses, los rusos y los chinos no estaban dispuestos a autorizar ninguna opción militar. La única posibilidad era cambiar de régimen para lograr el desarme. Donde yo vivo, en el Massachusetts liberal, ésta no era una opinión popular.
El descubrimiento de que Husein no tenía armas después de todo me sorprende, pero no cambia mi opinión acerca del asunto central. Nunca pensé que la cuestión clave fuera las armas que tuviera, sino sus intenciones. Habiendo viajado a Halabya en 1992, y habiendo hablado con supervivientes del ataque químico que mató a 5.000 kurdos iraquíes en marzo de 1988, creía que, si bien podía haber dudas acerca de las capacidades de Husein, no podía haberlas acerca de la malignidad de sus intenciones. Es cierto que hay muchas intenciones malignas sueltas por nuestro mundo, pero es Husein quien, de hecho, había utilizado armas químicas. Mirando al futuro, una vez que las sanciones dejaron de ser eficaces, habiendo engatusado a los inspectores y empezado a aumentar los ingresos por petróleo, era seguro que antes o después Husein adecuaría sus capacidades a sus intenciones.
Quienes se oponían a la guerra decían que todo esto era irrelevante. El asunto principal era el petróleo. Pero entendieron al revés la relevancia del petróleo. Si a EE UU lo único que le importase fuera el petróleo, habría intentado estar a buenas con Husein, como había hecho en el pasado. El petróleo era un tema importante precisamente porque los ingresos que generaba distinguían a Hussein de otros dictadores malvados corrientes. Era el factor clave que le permitiría, más tarde o más temprano, adquirir las armas que posibilitarían una nueva persecución de los kurdos, completar la destrucción de los chiítas, amenazar a Arabia Saudí y seguir apoyando a los terroristas suicidas palestinos y, posiblemente, también a Al Qaeda. Sigo sin creer que los líderes americanos y británicos falsearan las intenciones de Husein o mintieran acerca de las armas que creían que poseía.
En su nuevo libro de memorias, Hans Blix deja claro que él y sus colegas inspectores de Naciones Unidas pensaban que Husein escondía algo, y todos los servicios de inteligencia consultados por ellos también lo creían. Pero si el problema no era la mentira, la exageración sí lo era, y a nadie de quienes apoyamos la guerra nos gustó el modo como "un peligro grave y creciente" (como cuidadosamente definió Bush el régimen de Husein en su discurso ante Naciones Unidas en septiembre de 2002) sufrió una lenta metamorfosis hasta convertirse en una amenaza "inminente". Los argumentos honestos eran a favor de una guerra "preventiva" -para prevenir que un tirano con intenciones malignas adquiriese capacidades letales o transfiriese esas capacidades a otros enemigos-. Los argumentos que en realidad oímos eran a favor de una guerra "anticipatoria" -para anticiparnos a un tirano que ya poseía armas y suponía un peligro inminente-. El problema para mi bando era que si se hubiera defendido el argumento honesto -a favor de una guerra preventiva y no anticipatoria-, la guerra hubiera sido aún más impopular de lo que fue. Pero también es un problema para los opositores a la guerra. Si no creían que en este caso hubiera pruebas que justificasen una guerra preventiva, ¿qué podrá convencerles la próxima vez? A no ser que las amenazas sean inminentes, los pueblos democráticos no quieren combatir, pero si esperan hasta que las amenazas sean inminentes, los costes de la guerra pueden resultar prohibitivos. La próxima vez que un presidente estadounidense apoye una guerra para enfrentarse a una supuesta amenaza de armas de destrucción masiva, casi todo el mundo, incluidos los miembros del Consejo de Seguridad, creerá que Pedrito ha vuelto a gritar "lobo" sin fundamento.
Pero ¿qué ocurre si no es así? ¿Qué ocurre si el ejemplo de Irak lleva a los electorados y a los políticos a responder con demasiada lentitud al próximo tirano o terrorista? Aunque yo pensaba que había argumentos sólidos para defender la guerra preventiva, estos no eran decisivos. Aun así, era posible defender que la amenaza no era inminente y que los riesgos del combate eran excesivos. Lo que inclinaba mi balanza a favor de correr estos riesgos era la convicción de que Sadam Husein dirigía un régimen especialmente odioso, y que la guerra ofrecía la única posibilidad real de derrocarle. Se trataba de un argumento un tanto oportunista a favor de la guerra, ya que era consciente de que el Gobierno no veía la liberación de Irak de la tiranía más que como un objetivo secundario.
Oportunidad única
El 19 de marzo, el día que dieron comienzo los bombardeos, yo estaba con un exiliado iraquí (sí, lo sé, pero algunos son gente honorable y valiente), y me dijo: "Mira, ésta es la primera y la única oportunidad que tendré en mi vida de que mi pueblo pueda crear una sociedad decente". Cuando anuncié que ésta era la razón fundamental para la guerra, mis amigos se burlaron de mí. ¿Acaso no sabía yo que al Gobierno lo que menos le importaba es que Irak fuera decente, siempre que fuera estable y obediente? Contesté que si los buenos resultados habían de esperar a las buenas intenciones, tendríamos que esperar para siempre.
De manera que apoyar la guerra significaba apoyar a una Administración en cuyos motivos no confiaba del todo en función de unas consecuencias en las que sí creía. Esa no era la única dificultad. Desde Bosnia y Kosovo, ha ido emergiendo lentamente el consenso de que, para detener una limpieza étnica o una masacre genocida, la intervención está justificada como último recurso. Y sin embargo muchos Estados aún parecen creer que la aspiración de liberar a un pueblo de un régimen tiránico es una razón que cada vez se utiliza más para justificar la agresión estadounidense. Además, los cambios de régimen tienen un coste evidente -iraquíes muertos, estadounidenses muertos y unos Estados Unidos separados de muchos de sus aliados y de Naciones Unidas-. Respetaría a cualquiera que me dijera que estos costes son, sencillamente, demasiado elevados. Lo que me costaba más respetar era la aparente indiferencia de mis amigos anti-guerra a los costes de permitir a Husein mantenerse en el poder. Los costes -de hacer lo que ellos consideraban lo correcto, lo prudente, lo no-violento- lo pagarían sólo los iraquíes. Serían los iraquíes quienes permanecerían encerrados en un Estado policial. Lo que esto significa no es ninguna abstracción para cualquiera que, de hecho, haya estado en el país. De modo que cuando la gente decía "sé que es un dictador, pero...", ese pero parecía una evasiva moral. Y cuando la gente decía "era un asesino genocida, pero eso era antes", yo pensaba: ¿desde cuándo los crímenes contra la humanidad tienen estatuto de limitación? Y, por fin, cuando la gente decía: "hay muchos dictadores, y Estados Unidos apoya a la mayoría de ellos", me sonaba a coartada elegante para no hacer nada. Ahora, un año después, oigo a la misma gente decirme que se alegra de que Husein se haya ido, pero...
Monstruos propios
Ciertamente, los argumentos de la Administración de Bush habrían sido más convincentes si hubiera habido algún reconocimiento de connivencia de las Administraciones anteriores con las vilezas de Husein, incluyendo la visita amistosa de Donald Rumsfeld a Bagdad como enviado del presidente Reagan en 1983, o el silencio de EE UU ante la sangrienta invasión de Irán en 1980 y su utilización de agentes químicos contra los kurdos en 1988. Igual que Osama Bin Laden, a quien EE UU financió a lo largo de los años ochenta, Husein era un monstruo creado en parte por Estados Unidos. La experiencia debería enseñarnos que hay dos máximas de la llamada política exterior realista estadounidense de la guerra fría que hay que tirar a la basura. La primera es: "el enemigo de mi enemigo es mi amigo", y la segunda es: "puede que sea un hijo de puta, pero al menos es nuestro hijo de puta". Ambos principios nos llevaron a los brazos de Bin Laden y de Husein, y hay estadounidenses que han muerto para liberarnos de su abrazo fatal. Pero de eso no se desprende, como parecen suponer los liberales, que la historia culpable de EE UU convirtiera en algo malo el ataque a Irak.
Muchas veces, las buenas acciones se deben a gente con malos historiales. Y yo no era capaz de ver cómo podía desear el fin -Husein debe marcharse- sin querer el único medio posible: una invasión estadounidense, a solas si fuera necesario. El cambio de régimen por medios pacíficos -imponer sanciones, fomentar golpes de Estado y apoyar la insurrección interna- no nos habían llevado a ninguna parte.
De manera que apoyé a una Administración en cuyas intenciones no confiaba creyendo que las consecuencias justificarían mi apuesta. Ahora me doy cuenta de que las intenciones sí dan forma a las consecuencias. Una Administración a la que le importasen más auténticamente los derechos humanos hubiera comprendido que no se consiguen derechos humanos sin orden, y que no se puede conseguir orden una vez lograda la victoria si la invasión y la ocupación se planifican por separado. La Administración no entendió que desde el primer momento en que una columna de tanques estadounidenses tomase una ciudad, tenía que haber policía militar y administradores civiles detrás, para proteger museos, hospitales, estaciones de bombeo de agua y generadores de electricidad, y detener los saqueos, los asesinatos por venganza y el crimen. Asegurar el orden hubiera significado enviar 250.000 soldados a la invasión en lugar de 130.000. Hubiera significado retener y reciclar inmediatamente al ejército y a la policía iraquí, en lugar de desmantelarlos. La Administración, que no se cansa de decirnos que la esperanza no es un plan, el único plan que tenía para Irak era la esperanza. La esperanza entorpeció el pensamiento sensato, pero también lo hizo la fantasía: que los chiítas, a quienes George H. W. Bush había pedido sublevarse en 1991 sólo para quedarse al margen y ver cómo les masacraban, iban a recibir a sus antiguos traidores como libertadores; que una minoría suní privilegiada se adaptaría con entusiasmo al estatus de minoría permanente en un Irak chií. Cuando la fantasía preside la planificación, surge el caos.
La Administración creyó que estaba tomando el control sobre un Estado en funcionamiento, y se dio cuenta, después de que los saqueadores vaciaran las oficinas y los funcionarios del Baaz se ocultaran, que Estados Unidos había heredado su propio Estado fracasado. La Administración fue a Irak creyendo que se enfrentaba a un desafío humanitario. Se despertó para descubrir que se enfrentaba al desafío de la resistencia armada. Todas las intervenciones incorporan algún elemento ilusorio, pero si intervenir requiere este grado de ilusión para que un Gobierno esté dispuesto a arriesgarse, deberíamos intervenir menos en el futuro.
Ahora que estamos ahí, nuestro problema ya no es la esperanza y la ilusión, sino la desesperación y la desilusión. La cobertura de prensa que llega desde Bagdad es tan sombría que resulta difícil recordar que ha desaparecido un dictador, que se ha vuelto a extraer petróleo y que la Constitución provisional propuesta contiene sólidas garantías de derechos humanos. Parece que ni siquiera reconocemos la libertad cuando la vemos: una celebración de cientos de miles de chiítas caminando descalzos por la ciudad sagrada de Kerbala, iraquíes presentándose en las asambleas ciudadanas para probar la democracia por primera vez, periódicos y medios libres surgiendo por todas partes, manifestaciones diarias en las calles. Si la libertad es el único objetivo que redime a quienes mueren, hay más libertad real en Irak que en cualquier momento de su historia. ¿Y por qué habríamos de suponer que la libertad sea otra cosa que desordenada, caótica, incluso temible? ¿Por qué habría de sorprendernos que los iraquíes estén utilizando su libertad para decirnos que nos marchemos? ¿No haríamos nosotros exactamente lo mismo?
Libertad y orden
La libertad por sí sola, por supuesto, no es suficiente. Que la libertad se convierta en un orden constitucional duradero depende de si una resistencia perversa, que no duda en enfrentar a musulmán contra musulmán, iraquí contra iraquí, puede llevar a una Administración, temerosa de no ser reelegida, a reducir las fuerzas estadounidenses. Si EE UU desfallece ahora, la guerra civil se hace perfectamente posible. Si desfallece, traicionará a todos los que han muerto por algo mejor.
Las intervenciones equivalen a una promesa: prometemos que dejaremos el país mejor de cómo lo encontramos; prometemos que los que murieron para llegar hasta aquí no murieron en vano. Nunca ha sido más difícil cumplir esas promesas que en Irak. El intervencionismo liberal que yo apoyé a lo largo de los noventa -con intervenciones en Bosnia, Kosovo y Timor Este- parece, en comparación, un juego de niños.
Esas acciones fueron una apuesta, pero la apuesta se hizo con garantías de impunidad: si fracasábamos, el coste del fracaso no era punitivo. Ahora, en Irak el juego va en serio. Ya no hay impunidad. Gente buena está muriendo, y no hay presidente, demócrata o republicano, que pueda permitirse el traicionar ese sacrificio.
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