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Columna
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Dardos

La máquina de la risa es un artilugio de medio metro con forma de órgano que tiene un teclado para elegir el sexo o la edad de la carcajada y un pedal para regular su duración. El inventor de semejante aparato fue en los años cincuenta el ingeniero de sonido californiano Charles Douglass. Este individuo logró aislar la risa, como si se tratara de un virus peligroso, liberándola de toda la carga espiritual que pudiera contener. La apartó del ingenio, de la paradoja, del contraste, de la inteligencia, y una vez que la tuvo bien separada, comenzó a tratarla con los métodos de la producción en cadena inspirados en las fábricas de Ford.

Ya sé que las series que utilizan en sus guiones carcajadas enlatadas gozan de gran audiencia, pero eso no es más que el resultado de la influencia que la política americana ejerce sobre el mundo. El sentido del humor viene a ser el rasgo que más diferencia a unos seres humanos de otros, porque la inteligencia está en contradicción con el pensamiento único. El periodista Julio Camba, que conocía muy bien los mecanismos de estandarización, decía en sus crónicas desde EEUU que el humor espontáneo que se adapta a cada momento no está al alcance de cualquiera, porque la mayoría de los americanos carece del tiempo y medios necesarios para cultivar esa gracia y necesitan ponerlo un rato al baño maría para poder hincarle el diente. O sea que tienen que conformarse con chistes enlatados. Esta opinión no debe ser interpretada en menoscabo de los hermanos Marx, con los que seguramente el escritor pontevedrés se habría reído a mandíbula batiente. Ya que la comicidad surrealista con la que Chico, Harpo y Groucho hicieron reír a varias generaciones se basaba en el puro ingenio que, como se sabe, es el arma más temida por todos los gobiernos.

A veces la risa encierra un fondo melancólico; en otras ocasiones resulta corrosiva porque implica una decepción, pero se trata siempre de una decepción activa. El humor según Bergson no es otra cosa que una espera decepcionada. En cualquier caso está demostrado que la risa constituye uno de los resortes más liberadores del espíritu. "Tu risa me hace libre, me pone alas...", cantaba en plena carnicería civil el poeta Miguel Hernández.

Pero no es posible hablar de ironía sin mencionar al guardián que hasta hace poco velaba por el idioma de madrugada, con infinita paciencia y una radio siempre pegada a la oreja. Hablo, claro, de Don Fernando Lázaro Carreter, uno de nuestros sabios más queridos, que en alguno de sus últimos dardos se refería a las declaraciones de la ministra Ana Palacio, como "una de las más fuertes provocaciones que ha padecido nunca el intelecto nacional" para a continuación preguntarse, "Señor, ¿Hemos pecado tanto?".

Entramos en la primavera con verbos desolados, como por ejemplo erradicar, que es muy viejo en su significado "arrancar de raíz" y bastante joven si se emplea metafóricamente como erradicar la violencia. Sin embargo resulta desconcertante en otros casos que nuestro lingüista insomne reflejó con retranca refiriéndose a una locutora que no tuvo el menor empacho en anunciar que una comida envenenada había erradicado la vida de docenas de personas en China. "Ni Góngora", concluía el maestro. He ahí una sonrisa libertaria e individual de potencia demoledora. Y como la carga espiritual del humor es la misma que la de un amanecer muy hermoso y también algo triste. Desde aquí le envío esta corona de humor y tristeza a Don Fernando donde quiera que esté. Con un beso.

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