_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La sal

Es la única piedra comestible, dice de ella Mark Kurlanky, y es cierto. Kurlanky, conocido como pescador y marino, jefe de cocina, vividor y escritor (El bacalao: biografía del pez que cambió el mundo, Barcelona 1999; ... que lo cambió para los pobres, debo añadir) escribía en 2000 sobre la sal (Sal. Historia de una piedra comestible).

La sal, ¡ay la sal! Durante años sirvió para sazonar el alimento; pero, sobre todo, para conservarlo. Sólo lo debidamente salado se conservaba en un mundo sin frigoríficos ni cosa que se le pareciera: del bacalao a la sardina, también la carne de todos los tipos, que servía para tanto para una travesía como para la despensa casera.

Fue la especie más popular y extendida. Tanto, que los reyes la monopolizaron: eran dueños de las salinas (hubo que llegar al XIX para desamortizarlas). Eran puntos estratégicos. Sirvió para dar la ración correspondiente a las cabalgaduras y animales de tiro. También para los bagajes que todo ejército imponía a las aldeas en las que pernoctaba (piénsese en las abundantes guerras del XIX español). Piedra valiosa, la roca, la sal. Las mujeres, cuentan, sazonaban a sus maridos en grupo para aumentar la virilidad de éstos (cosa aún por probar). Era la sal, piedra con propiedades, según se ve, de valores sin cuento.

En los cincuenta se hizo una película, La sal de la tierra, dirigida por Herbert Biberman, que hablaba de la lucha de un grupo de mineros en los Estados Unidos. En plena era McCarthy, logró ser filmada y editada. Resultó irónico en aquel momento que un film a favor de los sindicatos fuera ferozmente boicoteado por éstos, ya en proceso de feroz sindicalización -me entienden si siguen el cine americano; saben de lo que hablamos-. La International Alliance of Theatrical and Stage Employees, entidad que organizaba a los trabajadores cinematográficos, se opuso contundentemente al rodaje de la cinta.

El equipo técnico debió contar con varios proscritos para realizarla. Los actores Donald Sarvis, Melvin Williams y David Wolfe, intérprete de carácter, no pudieron volver a trabajar en cine. Resultó ser, La sal de la tierra, una excelente película. Aunque fue un pésimo negocio para quienes tomaron parte en ella. A pesar de todo, fue la sal de la tierra... o la sal de la vida.

La sal, la sal de la vida, ¿por qué? Nada parecido a ella en el paisito: el PNV se empeña con el plan Ibarretxe (en sesión manipulada por Rubalkaba, a quien el tiempo, como a todos, pasará factura) y el PSE asegura que si dijera lo que piensa decir, se iban a enterar. Y, mientras, el PP enrocándose. Nada nuevo.

O sí. Valle salado, eso sí es nuevo y eterno (expuesto en la Casa de la Cultura de Vitoria). Joan Fontcuberta, Glòria Massana, César San Millán, Óscar Molina y Alberto Schommer han asumido enfocar sus cámaras hacia las eras de sal, hacia ese mundo ancestral y próximo en el que la salmuera produce sal, la sal.

Hay en Salinas de Añana novedad e historia, nueva estética y trabajo de años que dio de comer a muchas familias. Son imágenes poéticas o de impacto que pueden regenerar la idea de país. Todo eso lo cuentan en imágenes Fontcuberta, Massana, San Millán, Molina y Schommer en su exposición.

Es la única piedra comestible, animaba a nuestro transporte de sangre (lo dicen nuestros demógrafos), y se cuenta que vigorizaba a los maridos ante sus deberes conyugales. Era la sal, piedra con propiedades, según se ve, de valores sin cuento. ¿Recibiremos algún día una pizca de sal para nuestra vida política? Añana, Léniz, que no quede por sugerir.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_