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Tribuna
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Una victoria épica

Ha sido un cuatrienio ominoso; es decir, según el diccionario, "abominable", algo "que merece violenta reprobación". La extraña índole de un autócrata frío había envenenado, como un gas difuso y lento, todos los ámbitos y la gente caía en el disgusto impotente o se le dormía anestesiado el ánimo. Desmoralización era la palabra. Pesimismo derrotista porque se perdía la esperanza de acabar con un poder destructor de la convivencia e imponer la verdad a cada mentira que borraba la anterior y, en su insistencia, la hacía pasar por verdad. La gente quería la victoria de ZP, pero creía en mayor medida que ganaría el PP. Eso indica el grado de abatimiento moral de los ciudadanos, y por eso la campaña de Rajoy fue gris y sin debate, para no despertar a los adormecidos ni provocar a pasotas y desencantados. Tan sólo se excitó el viejo tópico anticatalán, azuzándolo con el natural rechazo a ETA y el malicioso a una Generalitat que pactaba con asesinos. Pero las encuestas de opinión acortaban en un mes la diferencia entre el PSOE y el PP de 8 puntos a 1,5. Rodríguez Zapatero ganaba ante el asombro de Aznar y sus clones. Había que endurecer la recta final y llegó el ansiado apoyo. Era ETA de nuevo la autora de la tragedia. TVE forzó al máximo el escenario de dolor y cólera y lo convirtió en estocazo contra los que "pactaron con la banda". Incluso se llegó a hacer responsable de la hecatombe a Carod Rovira por algún pepero catalán. El Gobierno no mentía. Tan sólo ocultaba la verdad o decía medias verdades para que el pueblo no le responsabilizara de una guerra no consentida y de la inconsecuente imprevisión policial de sus efectos ya anunciados. El Gobierno, irresponsable una vez más, ha preferido culpar al CNI y desprestigiarlo ante el mundo para preservar la "dignidad" de unos hombres honrados, patriotas y eficaces donde los haya.

Mas entonces saltó la chispa lúcida del pueblo. La gente miró hacia atrás con ira y se le juntaron de golpe en la memoria cuatro años de mentiras, catástrofes y errores crasos, encajados con altivo desprecio, sin aceptar responsabilidad alguna y llamando más de una vez "miserables" a los denunciadores. La gente no se equivocó alzándose en manifestaciones, caceroladas y pancartas con la palabra paz en legítima lucha al margen de una legalidad hipócrita. Los jóvenes eran los más dolidos en su pureza ingenua. Les indignaba que alguien prefiriera el poder a la verdad y aprovechara los muertos (como siempre ha hecho con los de ETA) para, endosándolos a ésta, ganar unas elecciones que tenía perdidas gracias al miedo y al terrorismo mediático de los Urdaci y compañía.

El 14-M acabó siendo, como yo esperaba, una fecha épica, de las que hacen época, como rebelión democrática en la calle y en las urnas; democracia participativa, revolución de Internet y el móvil, lejos del chateo trivial. Jóvenes okupas creen por primera vez que el voto es un arma cargada de futuro cambio. Ni el supuesto éxito macroeconómico de los especuladores ni el temeroso afán de seguridad logran esta vez el voto conservador, egoísta y cobarde. La política y la moral pública se han impuesto en la elección y el languideciente espíritu democrático se ha alzado, como en 1977 contra el franquismo agonizante y en 1982 contra el militarismo fascista de Tejero, para conducir al Gobierno por tercera vez al gran partido de la democracia, ya no con su líder histórico, Felipe González, sino con Zapa, ZP. Porque el gran acierto de la campaña del PSOE ha sido centrarla en la figura humana, afable, dialogante, transparente y humilde, pero firme, de un hombre joven, como contraste con la imagen de pesadilla, torva, cruel, belicosa y engreída, del Gran Hermano y su corte de los milagros. La sensación de alivio, de libertad y de paz que hoy tienen tantos se explica porque han despertado de un mal sueño que les acongojaba. La gente se felicita alegre. Los madrileños corean el viejo estribillo republicano: "¡No se han marchao, que los hemos echao!". El Gobierno más impresentable de este cuarto de siglo constitucional hace, al fin, mutis por el foro, y el autócrata megalomaniaco, víctima de su soberbia ciega, ha muerto políticamente y pronto le habitará el olvido como a Franco.

Comienza una nueva época, la de Zapatero, de restauración y fortalecimiento de la democracia, de europeísmo sincero y leal, de amistad con el mundo musulmán y de fraternal diálogo entre los pueblos hispanos. También Europa respira aliviada y Bush acusa el golpe que un príncipe valiente, leonés a lo Fernán González, le acaba de asestar al Eje del Mal del capitalismo imperialista y agresor. Con todo, la mayor esperanza que concita la épica victoria es fruto de la rebelión pacífica del 14-M. La conciencia cívica ha ascendido hasta cotas que pocos osaban prever, y difícilmente descenderá si los futuros gobiernos socialistas dan el debido y prometido ejemplo. Cataluña llevaba ya un año removiendo la suya y ha vuelto a encabezar, como siempre en la historia de España, esa rebelión moral y política dando el impulso decisivo a un cambio que tan sólo se apuntaba y que precisa apuntalarse. Hoy, los partidos del Gobierno catalán han superado a los de la oposición conservadora en un millón de votos. El camino del nuevo Estatuto está abierto y veo próximo un gran acuerdo en Euskadi que deje sin base social a una ETA sin el contrapunto utilísimo de un Gobierno español como el que ha caído. Wellington decía que hay algo más triste que la derrota: la victoria. La nuestra se debe, en último término, al sacrificio de unos seres humanos que ha provocado una catarsis en la conciencia pública. ¿Es preciso que unos trabajadores, estudiantes y emigrantes mueran para que viva España? Los inmolados de Madrid no votaron al PSOE. Hicieron algo más trascendental. Hicieron de su vida perdida un exvoto que recuerde siempre a los españoles su deber de vivir en paz, con piedad y con perdón.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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