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FUERA DE CASA
Columna
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La mala educación

Los entusiastas pueden ser muy peligrosos. Prefiero a los dubitativos, incluso a algunos desencantados. Michi Panero, prematuro desencantado, se ha muerto en soledad, a la sombra del padre, en el pueblo familiar de tantos encantos juveniles y tantos desencantos de la edad madura; era un niño grande, un seductor desarbolado que terminó siendo víctima de una mala educación. No en sus formas, que más allá de su cinismo ilustrado, de su inteligente escepticismo, siempre fue un tipo caballeroso y elegante, sino en sus orígenes. Hermano pequeño de una familia crecida bajo el peso del padre, Leopoldo Panero, poeta oficial del franquismo -buen poeta, aunque tuvo que bañar sus victorias en alcohol, para disimular ante perdedores, y mejores poetas, como Cernuda-, del hermano mayor que se creía Cavafis en elegante, y de Leopoldo María, éste sí genial, que se perdió entre las ruinas de su inteligencia y los sótanos de tantos manicomios. Leopoldo María sigue milagrosamente vivo, capaz de iluminaciones poéticas de belleza siempre convulsa, novísimo y clásico, emblema en negativo, hijo de una "mala educación" de los ganadores. Michi, que no tuvo voluntad de trabajo, pero tuvo el arte de dejarse querer por mujeres interesantes y hermosas que le arroparon en vida, y algunas hasta su muerte, pero ni un paso más, ¿verdad Mercedes Unceta? Michi no ha tenido que soportar -o no ha querido- estas otras prosaicas maneras de mala educación de los sorprendidos perdedores, de los desencantados a su pesar. Pues sí, habéis perdido. Michi se alegrará desde su tumba en Astorga, allí donde se ha derrumbado, como derrumbándose está la olvidada casa familiar. Leopoldo se alegrará desde los pasillos de un manicomio canario del que sueña con escapar cada día.

Otros poetas, prosistas, actores o gentes corrientes de los trenes de cercanías también se han alegrado de la democrática derrota. Así lo han dicho en estas calles, en esta ciudad, en otras calles, en otras ciudades, que todavía -y por mucho tiempo- tienen rebajada la intensidad de la alegría por la presencia de la luz de miles de velas que no permitirán que olvidemos a las víctimas. Ni a los actores principales de las interesadas mentiras.

Baltasar Gracián, que seguramente también se alegra del triunfo de un hombre prudente como Zapatero, y del Atlético de Zaragoza, por razones de parentesco y por saber estar al lado de los que saben perder -incluso cuando saben ganar contra todo pronóstico-, ya advertía de la frecuencia de "que los afortunados tengan entradas muy felices y salidas muy trágicas". No siempre ganan los galácticos. Hay que esta preparados para la derrota. Hay que saber estar en "atléticomadrileño", es decir, saber palmar con dignidad. Y tomar nota del sabio cínico, del prudente criticón cuando advertía que "las entradas de las dignidades se coronan de vítores, y de maldiciones las salidas".

Saber mentir también es un arte. No es lo mismo que saber manipular. La verdad de las mentiras está en otra parte, en otros escenarios que no pasan por la calle de Génova. La verdad de las mentiras -como le gusta decir a Vargas Llosa- está, digo, es un decir, en la obra de García Márquez que Ana Belén -elegante cuando gana y cuando pierde- nos cuenta desde el popular teatro de La Latina. Ana, hija de perdedores, triunfadora sin ayudas de pedigrí familiar, es capaz de emocionarnos mintiendo desde un escenario, haciéndonos creer que es una infeliz casada. Eso es saber mentir.

La verdad de las mentiras está en la película de Almodóvar La mala educación. Una de las más sinceras mentiras artísticas de un hombre libre que tampoco se creyó las mentiras de una clase política que no sabe perder. Civilmente cabreado, con sus sospechas a cuestas, con su libertad para dudar y expresar sus dudas, sus temores, más allá de la incontestable verdad de su película. No, ahora esos maleducados, esos que ilegalmente salieron el otro día a la calle de Génova para insultar a Almodóvar, o para llamar "¡puta, zorra, provocadora!" a una chica que en su coche llevaba algo tan subversivo como la palabra "paz" en la ventanilla; no, digo, ahora esos no queman brujas, ni heterodoxos, pero sí están dispuestos a quemar los carteles con verdades tan incómodas como pedir la paz y la verdad.

Esta semana terminó en Madrid una de las más hermosas óperas de la temporada, El crepúsculo de los dioses. En el último día estaban algunos que no podían admitir que en la calle, en sus calles, en sus despachos, en sus olimpos, les estuviera pasando lo que al desdichado Sigfrido. Se creía inmortal, pero, ¡ay!, no tenía la espalda cubierta. Sigfrido y los suyos fueron derrotados. Los hombres venciendo a los dioses. Qué pena que algunos endiosados, tan dados a utilizar el nombre de Thomas Mann en campaña que tanto amó esta ópera, no aprendieran la lección de la muerte de Sigfrido. Entiendo que no vayan, que les parezca un poco excesiva la tetralogía wagneriana, pero al menos cuando lo escuchen que no tengan ganas de invadir Irak. Ni siquiera Perejil. No van por ahí los consejos de Woody Allen. Si no me creen, que se asesoren con la nueva diputada popular, Mercedes de la Merced, que, educada y tranquila, asistía en directo a la última representación de El ocaso de los dioses. Toda una lección de saber perder. No es la única. No está sola ella en la posibilidad de tener una derecha que sepa perder, tan importante como saber ganar, pero para ello habrá que hacer una renovación al estilo Sánchez Ferlosio: "Mientras no cambien los dioses, nada habrá cambiado". Me gusta el mensaje. Lo pienso enviar desde mi móvil. ¿Será ilegal? ¿Volveré a ser joven? ¿A los tiempos en que todo lo que me gustaba era ilegal, inmoral o engordaba? ¿No me importa, ya estaba harto del régimen.

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