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La irrupción del sufragio como deber civil

Francisco J. Laporta

El domingo pasado pareció resonar en España el eco de la voz contundente de John Stuart Mill: "En toda elección política por sufragio universal el votante tiene la obligación moral absoluta de tomar en consideración el interés del público y no su propio beneficio, y, a su mejor juicio, dar su voto como hubiera debido hacerlo si fuera el único votante y la elección dependiera solamente de él". El domingo, en efecto, creí tener la percepción clara de que un importante sector del electorado español había esgrimido su derecho de voto como el contenido de un deber civil de carácter moral. A lo largo del siglo XX nos hemos acostumbrado a pensar en la acción de votar como una conducta estratégica definida por tres rasgos: se trata de un derecho individual; es usado instrumentalmente para buscar la satisfacción máxima de las preferencias del elector; cuando ha de ser ejercido junto al de millones de votantes, su probabilidad de afectar el resultado de la elección es tan remota que resulta irracional sacrificar cualquier preferencia, por pequeña que sea, por acercarse a la urna. En estos tres postulados suelen, en efecto, descansar muchas investigaciones de ciencia política y también las encuestas y sondeos electorales.

Pero a veces parece abrirse paso desde el siglo XIX aquella voz que nos dice que el sufragio tiene un sentido moral irrenunciable. También los krausistas y los hombres de la Institución Libre de Enseñanza recordaron entonces en España ese componente de exigencia ética que tiene la función del sufragio como servicio público. Y cuando se examinan desde esa perspectiva, esos tres postulados en que hoy parece descansar sufren una crucial mutación: lo que es un derecho se presenta ante nosotros sobre todo como un deber, y un deber que hace caso omiso del beneficio privado del votante para proyectarse sobre el interés público, y un deber además que rechaza el cálculo instrumental para plantarse ante nosotros como una exigencia profunda que ha de dejar a un lado el mero provecho del presente. En esas condiciones la abstención, por racional que pueda resultar desde la otra cultura electoral, se nos aparece como una opción inaceptable.

Pues bien, ésa puede haber sido la causa más honda de que e1 resultado del domingo 14 de marzo defraudara las previsiones de casi todos y esquivara el dictamen de los sondeos. Cuando pensábamos hallarnos sólo ante ciudadanos preocupados con el cálculo de sus conveniencias y temores, irrumpió en la escena electoral un segmento del voto cuya preocupación más honda era algo que se hallaba antes que los programas de los partidos y las ofertas electorales. Ese votante se había planteado una cuestión anterior: para él se trataba nada menos que de decidir sobre las condiciones mismas del ejercicio de la vida constitucional, la libertad y la democracia en la España de hoy. Algo que tenía que ver con el sentido y la interpretación de las reglas del juego mucho más que con la jugada de éste o la jugada de aquél. Una cuestión relativa a principios básicos que se habían sentido peligrar por la acción política cotidiana de la mayoría absoluta del Partido Popular.

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¿Por qué? Pues porque, a lo largo de estos cuatro años, en lugar de concebir un espacio y un talante político para una formación conservadora fuerte y de clara impronta constitucional, el Partido Popular ha ignorado los rasgos básicos del ideal conservador y ha establecido frente a él una estrategia que se diría calculada para privar de su savia interna la vida de la Constitución y llenar su habitáculo formal de viajeros reaccionarios.

Por eso su política, aunque se haya pretendido de centro, ha transmitido siempre el viejo tufo autoritario. Lejos de producirse como un partido moderado respetuoso con la tradición, de sabor liberal y espíritu de tolerancia, ha permitido con su mayoría absoluta que 1a vieja derecha excluyente vuelva a encontrar cancha en la política española. Su trayectoria, por ello, no ha tenido ningún referente europeo serio. Sólo parecía enlazar con los estratos más oscuros de la derecha religiosa que apoya a Bush o con la desfachatez mediática de que hace gala Silvio Berlusconi. No hay más que ver el desastre que ha producido en las instituciones políticas y los órganos constitucionales con su mayoría absoluta. Su designio más profundo parece haber sido inyectar en los ganglios del sistema constitucional un anestésico que lo mantuviera en pie mientras quedaba inerte en su pulso interior. Y dentro de su carcasa vacía de vida se han introducido desvergonzadamente sus grupos adictos, expresos o tácitos. Las instituciones y poderes constitucionales, y muchos de los organismos de la Administración que han caído bajo su férula, han sido así poblados con prosélitos de partido o de secta, de forma tal que aunque externamente parecían seguir las formas legales, funcionaban en realidad como una suerte de prótesis institucional del poder ejecutivo.

Esto ha sido extremadamente grave, y ha determinado seguramente que tanto en segmentos de la izquierda como de la derecha del electorado aparezca con una fuerza inédita hasta ahora la visión del derecho de sufragio como un deber cívico. Naturalmente, la tremenda conmoción del jueves 11 estuvo muy presente en los comicios, pero creo que no como un castigo, ni como un miedo. Lo que sucedió el viernes y el sábado fue algo mucho más evidente: no fue el crimen desalmado, sino la reacción política ante él lo que puso delante de nosotros al Partido Popular en su estado más puro. En esos dos días se quintaesenció su forma de actuar y se mostró ante el elector en toda su sectaria desnudez. No solamente intentó obtener de una cierta versión de la tragedia alguna ventaja electoral, sino que ignoró a los demás actores de la vida política y social en favor de un protagonismo excluyente, y se deslizó hacia la más tosca manipulación de la información en una suerte de orwellismo provinciano que escandalizó dentro del país e hizo un ridículo general en el exterior. Sí, esa era la síntesis viva de la forma de hacer política del Partido Popular con su mayoría absoluta. Y era precisamente aquello que el elector de principios tenía la obligación moral de truncar. Ése fue el motor de la gran sorpresa electoral, del gran vuelco.

Por eso se equivocó claramente el responsable de Izquierda Unida cuando habló de sus votantes perdidos como electores de voto útil. No, no hubo comportamiento electoral estratégico, sino una clara opción moral en favor del interés común tomada par una parte de los votantes naturales de esa formación. Son seguramente los mejores votantes que tiene, y no tiene por qué haberlos perdido. De hecho, ha sucedido lo mismo con otro sector de electores: aquellos ciudadanos moderados que han contemplado escandalizados cómo la mayoría absoluta alejaba al partido que votaron hace cuatro años del perfil básico de un partido conservador a la altura de los tiempos, y muchos otros: todos aquellos que no han dudado entre la exigencia moral de proteger la convivencia constitucional y las eventuales ventajas que hubieran obtenido al votar a su opción natural. En todos esos casos, una reflexión madura tuvo que llevarles a la convicción de que debían votar al Partido Socialista. Los socialistas españoles han recibido así un importante contingente de votos inspirados por el deber civil del sufragio más que por la preferencia política del elector. Ha sido muy esperanzador oír decir a su líder que tiene conciencia de ello.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la UAM.

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