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Columna
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Ya nada será igual

Dentro de cincuenta años, los analistas políticos de todo el mundo seguirán estudiando el vuelco electoral producido en España tras el cruel atentado terrorista del 11-M. Lo sucedido se ha convertido ya en un paradigma analítico, como aquel primer debate televisivo entre Richard M. Nixon y John F. Kennedy en 1960 que marcó un antes y un después en las campañas electorales.

Ya nada será igual en el mundo, en España y en nuestra Comunidad tras la criminal salvajada de Atocha. El izquierdista norteamericano John Reed publicó un apasionante libro testimonial sobre la revolución soviética de 1917 bajo el título de Diez días que estremecieron al mundo. Lo de Madrid, para alguien que supiese compendiarlo tan bien como Reed, serían Setenta y dos horas que cambiaron España.

A mí, ese vuelco electoral me cogió en la capital del Estado. Había acudido a la multitudinaria manifestación de protesta que ya presagiaba críticas al Gobierno. Sufrí el subsiguiente acoso intensivo de los mensajes por telefonía móvil horas después y acudí finalmente a una tertulia en Radio Nacional en el momento mismo de conocerse la victoria del PSOE. Excuso describir la cara de pasmo de alguno de mis contertulios, que había salido de casa con una hipótesis electoral determinada y se encontraba teniendo que analizar un resultado absolutamente opuesto al de los sondeos previos.

"España se acostó monárquica y se levantó republicana". Con aquella frase, el ministro de Alfonso XIII Juan Bautista Aznar resumió lo ocurrido en las elecciones municipales de 1931. Ahora, en que el escrutinio de votos es casi instantáneo, podía hacerse la paráfrasis de que el 14-M último "España se levantó siendo del PP y se acostó siendo del PSOE".

Ahora, un partido socialista en el que pocos de los suyos -salvo, quizás, el propio Rodríguez Zapatero- creían que podía ganar, deberá modular su discurso, convertir en proyectos simples propuestas electorales y hacer que la utopía programática conviva con la prosaica realidad. Hasta un eventual aliado citado como tal durante la campaña política -el aspirante demócrata a la presidencia norteamericana, John Kerry-, ha dicho expresamente al próximo Gobierno español que una cosa es estar contra la guerra de Irak y otra muy distinta sacar ahora las tropas y dejar al país sin protección militar.

Aproximándonos a nuestra Comunidad, hay un claro ganador electoral el pasado domingo que no va a poner las cosas demasiado fáciles al Gobierno de Francisco Camps. Me refiero a Pasqual Maragall. El presidente de la Generalitat catalana ha pasado de ser un cadáver político en la noche de los comicios autonómicos del pasado 16 de diciembre a tener en sus manos la configuración territorial de España. Desde la restauración democrática en 1978, nunca un mismo partido -el socialista- había gobernado a la vez en Barcelona, en Cataluña y en España. Ese hecho sin precedentes le otorga a Maragall una total capacidad de imposición política de sus tesis federalistas y de creación de una eurorregión que englobe a la Comunidad Valenciana.

Nada va a ser igual, por consiguiente, después del 14-M, al margen de que uno esté de acuerdo o no con los cambios en tromba que se avecinan. No me refiero a que se demore el AVE a la Comunidad o que peligren las inversiones para la Copa del América. Esos son ya dos hechos irreversibles, dos actuaciones de Estado al margen de avatares políticos, como lo fueron los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992. En todo lo demás, sin embargo, no es difícil aventurar un pulso cotidiano en la política de inversiones, en las prioridades públicas, en la cesión de competencias y en el enfoque de la actividad institucional.

La primera piedra de toque es la traída de agua a la Comunidad, una vez que el nuevo Gobierno aniquile el Plan Hidrológico. ¿Cuál es la alternativa siempre enunciada pero nunca explicada? ¿De dónde saldrán los caudales necesarios y en qué cantidad? ¿Cómo serán las actuaciones diferentes, a qué coste, con qué presupuestos y a cargo de quién?

Ahí, en ese nuevo escenario, es donde ha de dar toda su talla política el presidente Francisco Camps y no en presuntas guerras de capilla dentro del PP. Camps tiene delante de sí una importantísima situación política sin precedentes. Sólo durante diez escasos meses en 1996, un presidente del PP en la Generalitat, Eduardo Zaplana, tuvo que convivir con un Gobierno socialista en Madrid, el de Felipe González. Francisco Camps tiene ahora por delante al menos tres años. En ellos deberá demostrar carácter y flexibilidad, capacidad de liderazgo y habilidad negociadora, claridad de ideas y firmeza para imponerlas. Todo un reto, sí, un magnífico reto.

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