Un vuelo en silencio
Era poco más de la una y media de la tarde del martes cuando comenzó la esperada operación de repatriación de los cuerpos de 10 rumanos fallecidos el 11-M. Los féretros fueron introducidos en los dos aviones An-26, cinco en cada uno, alineados en el pasillo. A izquierda y derecha, los familiares que los acompañaban se sentaron sobre mantas militares que cubrían unos bancos metálicos anclados en las paredes. Nadie les indicó que bajo el asiento tenían un cinturón de seguridad. El único lugar para agarrarse era el cable metálico que, colgando a un palmo del techo, sirve para enganchar los paracaídas.
La decisión del Gobierno rumano de trasladar los féretros en aviones militares obligó a los familiares a pasar por una patética experiencia hasta llegar a Bucarest. Todos los civiles presentes en el avión debieron firmar un documento en el que reconocían que no estaban asegurados y renunciaban a cualquier indemnización
La mayor parte del vuelo transcurrió en absoluto silencio, propiciado también por el ruido del aparato. Los pasajeros, sentados frente a frente con extraños, a dos metros de distancia y separados por los ataúdes de sus seres queridos, no intercambiaron palabra. Las miradas se habrían dirigido al suelo si se hubiera podido ver entre los ataúdes, los ramos de flores y los restos de las bolsas de comida. Las lágrimas brotaron de vez en cuando. Sobre todo cuando alguien empezaba a repasar por enésima vez un taco de fotos de su fallecido.
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