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Las cajas y la lucha por la vida

A una determinada mentalidad financiero-depredadora, absorbente y centralista, las cajas la ponen de los nervios. Son, para ella, unos bichos raros inmunes por naturaleza a las fusiones bancarias y, por tanto, difíciles de pillar. No es de extrañar, por consiguiente, que las cajas hayan sufrido -desde finales de la década de 1980- sucesivos ataques. Primero fue la denuncia de una supuesta posición privilegiada de las cajas en el mercado: las cajas pueden comprar bancos, se dijo, mientras que los bancos no pueden comprar cajas. Más tarde se sostuvo que las cajas han de convertirse en sociedades por acciones, desde el apriorismo de que sólo así se puede garantizar la efectiva disciplina de estas entidades por el mercado.

Para mantener su naturaleza es preciso que las cajas de ahorro pongan al día la obra social, su razón de ser

En el fondo, lo que latía bajo estas argumentaciones -someras y febles- era la voluntad de hacerse con el control de las cajas, una vez que éstas se convirtieron en objeto de codicia, tras haber superado con éxito notorio los retos de la liberalización financiera. En esta línea, era frecuente oír hablar de privatización de las cajas, expresión absolutamente impropia puesto que todas las cajas son personas jurídicas privadas de naturaleza fundacional -fundación: patrimonio adscrito a un fin-, pese a que buena parte de ellas fuesen erigidas en su día por instituciones públicas. Debe destacarse, llegados a este punto, que diversos países europeos han aplicado reformas de este tipo a sus sistemas de cajas respectivos, con el resultado negativo de haber propiciado la desnaturalización de las entidades o su control por parte de bancos, que quizá era lo que se pretendía.

Afortunadamente, las cajas españolas no se han visto sometidas a este trato experimental, pero les aguardaba una amenaza más insidiosa en forma de proyecto para favorecer la captación de fondos. Así, se argumentó primero que la conversión de las cajas en sociedades por acciones era inevitable si no se quería frenar su crecimiento por falta de recursos propios. Sin embargo, tal limitación se ha visto contrarrestada gracias a los fondos captados mediante la emisión de obligaciones subordinadas y, más recientemente, de participaciones preferentes. El peligro, no obstante, se ha reproducido de nuevo, bajo la forma de las cuotas participativas, una especie de acciones sin ningún derecho político, cuya emisión ha sido autorizada por el Gobierno mediante un real decreto aprobado el pasado 21 de febrero, dentro del maratón regulador que el Ejecutivo se ha impuesto hasta el fin de su mandato.

Es cierto que la regulación de este nuevo activo financiero impone -además de la privación de derechos políticos- otras limitaciones encaminadas todas ellas a preservar la actual naturaleza y la función de las cajas. Pero una cosa son los buenos propósitos y otra muy distinta la realidad en que éstos desembocan. Es, por tanto, de temer que la recién estrenada regulación de las cuotas participativas sin voto sea la primera etapa de un proceso que desemboque en la conversión de las cajas en sociedades mercantiles, previa atribución del derecho de voto a las cuotas y paulatina erosión de las limitaciones que hoy las encorsetan. Invita a pensar así la misma estructura jurídica de las cuotas, inspirada en la cuenta en participación, una institución concebida en la Baja Edad Media para permitir que un socio capitalista tomase parte en un negocio concreto gestionado por otro comerciante, por ejemplo una expedición comercial marítima. Así, nos cuenta Albert García Espuche, en su novela El inventario, que un día de diciembre de 1649, al mando del capitán Llorenç Dardenya, zarpó del puerto de Barcelona un barco provisto de 16.700 piezas de ocho reales para emplearlas en la compra de trigo y otras mercancías, habiéndose pactado que un tercio del beneficio sería para los dueños del barco, otro para los marineros y el restante para los que habían puesto el dinero. Éstos eran los cuentapartícipes.

Bien se entiende que la posición pasiva de los cuentapartícipes, que sólo arriesgan su dinero pero carecen de capacidad de decisión -que queda enteramente en manos del gestor-, sólo se sostiene y explica en el marco de un negocio concreto (se trata, por ejemplo, de un modo de proceder tradicional en el tráfico de diamantes) y se usa muchas veces para mantener oculta la participación. Pero no constituye un sistema razonable cuando la participación se prolonga en el tiempo porque, a la larga, resultará imposible mantener un tipo de colaboración pasiva, que se asemeja a la de un convidado de piedra. Consecuentemente, una vez abierta la puerta a la participación, ésta terminará ostentando antes o después derechos políticos y, a partir de ahí, todo será ya distinto para las cajas, que perderán su naturaleza fundacional específica. Por cierto, meditar un poco en estas cuestiones puede tener un sentido especial en Cataluña. ¡Recuerden al BBVA!

No obstante, para mantener su naturaleza fundacional es, además, preciso que las cajas pongan al día e impulsen la obra social que constituye su razón de ser, porque no en vano -recordémoslo- una fundación es un patrimonio adscrito a un fin. De ahí que deban saludarse como positivos los recientes esfuerzos por parte de algunas cajas para extender dicho fin a la promoción de viviendas sociales, así como para cerrar alguna sorprendente participación bancaria. Como ocurre siempre, para mantener determinado status es preciso que crea en él, de entrada, el propio interesado. Y que esté a las duras y a las maduras.

Juan-José López Burniol es notario.

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