Encuentros en un jardín de París
Una tarde de parque y librerías en el barrio de Luxemburgo
Viernes. Tres de la tarde. Salgo del minúsculo hotel en el que he pasado la noche, avanzo unos cuantos pasos y un par de minutos más tarde, al llegar a la placita que forman la Rue Brea y la Rue Vavin, me sorprende el graznido de un cuervo. Alzo la mirada y le descubro posado sobre la rama de un árbol, negro brillante sobre la faz cadavérica del cielo parisiense. Grazna débilmente, como si el alcalde le hubiese puesto una sordina para no escandalizar a los ciudadanos políticamente correctos, pero lo suficientemente fuerte para espantar a las palomas de color de plomo que se alimentan de briznas de cruasán.
-¿Y ese cuervo? -me pregunto, como se preguntó también el personaje de Hemingway ante el esqueleto del leopardo que murió en la cumbre del Kilimanjaro-. ¿Qué hace ese cuervo solitario sobre los tejados de París? ¿Grazna porque perdió su pareja? ¿Se lamenta de su soledad? ¿Protesta porque faltan todavía demasiados días para que llegue la nueva primavera? ¿Está manifestando su firme decisión de suicidarse?
Sopla una brisa helada y llueve poco a poco, como si las nubes se lo estuviesen pensando, pero el pájaro continúa impertérrito en lo alto del árbol. No es el inmortal cuervo de Poe, con su dramático never more, pero sus presagios tampoco pueden ser favorables.
-Seguramente -pienso- está anunciando acontecimientos que no me resultarán gratos.
Dejo al cuervo a mis espaldas, desciendo por la Rue Vavin y entro en el jardín de Luxemburgo por la puerta de la Rue d'Assas. Sigue lloviznando, pero me propongo cruzar el parque de un extremo al otro y salir por la puerta que se abre a la Rue Vaugirard. Otros cuervos solitarios graznan en lo alto de los castaños. Son los machos que añoran desesperadamente a sus hembras perdidas.
Avanzo por el paseo central y saludo con un leve movimiento de cabeza a la anciana que está sentada en un banco dando de comer a las palomas. La mujer hace como si no me viese. Seguramente me considera un intruso. Sólo ellas, las palomas a las que alimenta, son capaces de descifrar la inefable sonrisa de esa anciana, que tal vez hace cien años envenenó a su marido y enterró su cuerpo en el minúsculo jardín de su casita unifamiliar, en la afueras de París.
En esta época del año y con este tiempo infame, el jardín de Luxemburgo no está tampoco para muchas alegrías. Ni un solo jugador de ajedrez, nadie jugando a la petanca, cerrado por el momento el teatro de marionetas. Sólo un par de chicos jugando al tenis con gorro de lana y anorak y animándose recíprocamente a gritos. Por algo diría Giraudoux que el deporte es un medio para elevar la temperatura de los países fríos.
-Allez, allez! -gritan.
Lo más probable es que esos muchachos no sepan que fue precisamente san Luis quien en el siglo XII permitió que los cartujos se instalasen en estas tierras, y que tampoco sepan que fue María de Médicis quien, una vez muerto su marido, Enrique IV, en el año 1615, inició la construcción del palacio. Tampoco deben de saber que durante el Terror el palacio se convirtió en prisión y que desde el año 1879 sirve de sede al Senado.
La verdad es que esos chicos no necesitan saber nada de eso para golpear la pelota y enviarla lejos del alcance de su adversario, que es de lo que se trata. Puede incluso que si lo supiesen, no se mostrarían tan diestros con la raqueta.
15.30
He permanecido durante un buen rato enfrentado al busto de Baudelaire, pero el gran poeta no quiso confesarme más pecados suyos que los que ya conoce todo el mundo. Le digo que no desespero de descubrirlos algún día y continúo mi paseo en dirección, creo, noreste. Avanzo una pierna, luego la otra y poco a poco voy acercándome a alguna parte.
Hace poco más de cuatro años, en diciembre de 1999, una tormenta castigó gravemente algunas zonas del parque, que fueron luego restauradas con castaños y tilos. Para proteger los jóvenes árboles recién plantados, esos sectores permanecerán cerrados al público hasta la primavera de 2004. Eso significa que hoy no puedo acariciar el tronco de esos jóvenes árboles, a pesar de que presiento que ellos lo están deseando. No puedo, pues, vampirizarlos y beneficiarme de la poderosa savia que sube desde lo más profundo de la tierra.
-De acuerdo -me consuelo-. Haré como esos cuervos enamorados y esperaré con resignación el regreso de la nueva primavera.
Cambio de idea y decido salir del parque por la puerta que da a la Place André Honnorat, un señor que falleció en el año 1950 y que la correspondiente placa define como homme politique, tal como nos quiso el viejo Aristóteles. Un cartel pegado a la verja anuncia la exposición de Botticelli inaugurada hace unos días en el propio palacio.
¿Y si la primavera -me pregunto de pronto, seducido por la mirada entre absorta y temerosa de la ninfa que ilustra el cartel- fuese un invento exclusivo de Botticelli? ¿Y si hubiese sido ese pintor italiano quien, sirviéndose de Venus, instaló por primera vez la primavera en un mundo que estaba ya cansado de las tinieblas medievales? No todos los hombres, sin embargo, veneran a la diosa del amor. Ni siquiera los solitarios. Eso es una cuestión que un día de estos me propongo investigar. "C'est une salope. Elle ne porte pas de voile" ["Es una fulana. No lleva velo"], leo en el cartel, escrito sobre la nacarada mejilla de la ninfa. ¿Qué mano cometió ese sacrilegio? ¿Fue la de un mahometano indignado? ¿Fue la de un cristiano, ironizando sobre los problemas que plantea la integración de la sociedad francesa?
16.00
Desciendo por la Rue de Médicis en dirección al teatro Odéon, que sigue cubierto con el sudario de unas obras que parece que no van a acabarse nunca. En la verja del parque, por la parte exterior, se exhiben grandes fotografías de acontecimientos mundiales acaecidos durante estos últimos decenios. Esas fotografías me hacen retroceder tanto en el tiempo que me siento abrumado.
Prefiero hacer, pues, como el avestruz y esconder la cabeza debajo del ala. Cruzo a destiempo por un paso de peatones y un ciclista me increpa en un francés de lo más sonoro. También por estos pagos abundan las bicicletas, muchas más de las que desearían los taxistas.
Desciendo por la acera opuesta y me detengo frente al escaparate de las Editions José Corti, una de las editoriales parisienses más prestigiosas. Un poco más abajo, al llegar a la Rue Vaugirard, entro en el pequeño bar de la esquina y pido un Macallan 10 años, de 57º, sólo porque en la carta dice que es célebre por su rondeur y sus notes de calvados. Lo que son las cosas: apenas liberado París, al salir precisamente de este bar, un soldado norteamericano fue abatido por un francotirador alemán, que le disparó tal vez desde el jardín de Luxemburgo, apenas a cien metros. Eso es por lo menos lo que se cuenta en la película Arde París?
Un poco más abajo, en la plaza de Paul Claudel (frente al teatro Odéon) otro restaurante, La Méditerraneé, se vanagloria de sus excelentes boullavaises, pero estoy seguro de que en su carta deben de figurar otros platos exquisitos. ¿No fue acaso un francés quien dijo que para la humanidad es preferible el descubrimiento de un nuevo manjar que el de una nueva estrella?
16.30
Tenía la intención de bajar por la Rue du Senne, ver qué tienen expuesto en el escaparate de la Librairie Espagnole, llegar hasta el bulevar Germain y darme un garbeo por el Café de Flore, a ver si por fin descubro los fantasmas de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir sentados en la terraza. Cambio de idea porque se me ha despertado el dolorcito en la pantorrilla (quiero creer que la culpa la tiene un mal gesto, y no los años) y decido regresar a mi hotelito de la Rue Vavin.
Cuando atravieso nuevamente el jardín de Luxemburgo, los chicos siguen jugando al tenis y la anciana continúa alimentando a sus palomas, que han engordado sensiblemente durante estos últimos minutos. Esta vez, sin embargo, me reconoce y responde débilmente a mi saludo. Un poco más allá, un enorme cuervo acaba de posarse sobre el busto de Baudelaire. Es el mismo que descubrí esta misma tarde, al salir del hotel. Le reconozco por el negro azulado de sus plumas y, sobre todo, por el brillo maligno de su mirada.
- Javier Tomeo (Quincena, Huesca, 1932) es autor de la novela La mirada de la muñeca hinchable (Anagrama, 2003).
GUÍA PRÁCTICA
Cómo ir
- Iberia (902 400 500 y www.iberia.com). En la web, oferta para viajar del 10 de abril al 26 de junio, 110 euros desde Barcelona y a partir de 140 desde Madrid; ambos, más tasas.
- Air France (www.airfrance.es y 901 11 22 66) ofrece en su web, para viajes del 19 de abril al 26 de junio, tarifas a partir de 114 euros desde Barcelona y 145 desde Madrid; más tasas.
Información
- Turismo de París (0033 8 92 68 30 00; www.paris-touristoffice.com).
- Maison de la France, España (807 11 71 81 y www.franceguide.com).
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