Pánico al tren sin destino
24 horas después del atentado, los cercanías del Corredor del Henares viajaron casi vacíos hasta la capital
Mari Carmen Sánchez, empleada de hogar, de 50 años, llegó ayer nerviosa a su puesto de trabajo. No por su miedo -es extremeña, no se arruga-, sino por el de los demás: "En Coslada he visto mucha gente llegar al andén y de repente se daban la vuelta. No podían subir. Lo intentaban, pero no podían".
A la hora en que salen los trenes sin destino, en marzo aún es de noche.
A las 6.35 han pasado 23 horas y 35 minutos desde que los trenes del infierno comenzaran su último viaje inocente con 6.000 personas a bordo. La estación de Alcalá de Henares es un lugar oscuro, gélido. Más que una parada de cercanías en hora punta, el lugar donde los terroristas cargaron sus 13 bombas parecía ayer la estación de Venta de Baños en una noche cualquiera de invierno franquista.
Todo sucedía a cámara lenta: la vida seguía, pero de un modo extraño, como si la gente hubiera perdido el norte. La repartidora de prensa gratuita necesitaba dos minutos para toparse con un lector; la taquillera de mirada triste explicaba que el servicio hasta Atocha no volvería pronto; dos periodistas del Times de Londres tomaban notas con actitud científica; tres parroquianos y un subsahariano tomaban café en el bar...
Ni siquiera había seguridad: sólo dos vigilantes jurados pululaban sin rumbo por el andén.
El día anterior, miles de personas de edades, nacionalidades, ilusiones y razas muy plurales metían sus billetes en los 19 tornos habilitados por la estación para la muchedumbre de cada mañana. Ayer, como si un estigma invencible hubiera marcado ese sitio, casi nadie pasaba por los chalecos de cristal.
José Domínguez, dibujante técnico de 55 años, fue uno de los primeros que hizo frente al terror. A las 6.50 ocupaba solo todo un vagón. "¿Miedo? No más que cualquier otro día. ¡Si estamos vivos de milagro!".
Procedente de Guadalajara, su tren iba a Chamartín, pero sin pasar por Santa Eugenia, El Pozo, Atocha (qué sonidos tan castizos, y cuánta matanza con el nombre de Atocha). La rutina también saltó por los aires, y en lugar de las salidas habituales, cada dos o tres minutos, los trenes partían cada 15, una cadencia de hora valle, de estado de excepción, de un vacío aterrador.
Domínguez salvó la vida el jueves porque tuvo que llevar su coche al taller y decidió ir en él al trabajo. Ayer volvió a la lectura: hojeaba Metro, abstraído en la foto de portada y el titular: 'Matanza en Madrid'. "Ha sido una salvajada a conciencia", decía. "Pero te puede pasar en cualquier sitio, en el tren, en la carretera...".
El horror vuelve escéptica y sabia a la gente. "No sé quién lo ha hecho, pero sí sé que no se corresponde con el comportamiento de ETA. Llevo 30 años sufriéndola y nunca ha actuado así. No son dulces, pero tampoco tan salvajes".
El tren se para. El luminoso rojo marca las 6.57. Vicálvaro, la estación anterior a Santa Eugenia. Domínguez sigue hablando: "Suelo ir todos los días hasta Atocha. El tren se llena hasta arriba en Torrejón y Coslada, sube mucha gente del Este, rumanos, polacos, suramericanos, marroquíes... Pobre gente, cruzan el mundo para ganarse el pan, un día van a currar y caen a mitad de camino... Siempre pagan los más débiles". "En Atocha hay 8 o 10 andenes, pero los trenes del Henares siempre entran por las mismas vías", explica Lourdes Prados, profesora en la Universidad Autónoma, que el jueves no cogió el tren en Atocha porque no va los martes y jueves. "Muchas veces coincide un tren al lado del otro, y los andenes están siempre abarrotados, como en Japón. Si llegan a explotar los dos trenes en la estación...".
"Eso hubiera sido un infierno", dice entre sollozos Mari Burgueño, de 37 años. Es rubia, guapa y parece de Europa del Este, pero es española. Trabaja como limpiadora "en una contrata". Aunque en su vagón hay sólo 11 personas -un chico rubio dormitando, una mujer de pelo rizado con el periódico plegado y la vista perdida en la ventanilla, tres polacos que hablan bajito...-, Burgueño está sentada al lado de un chico alto y reluciente, de sonrisa cálida. Es Julio Gomis, de Senegal, 36 años, la piel de un espectacular color chocolate. Trabaja en la construcción y lleva cinco años viviendo en España: es legal, está contento. "Dejé mi familia en Senegal, pero me gusta España y siempre me integré bien con mis vecinos. Ahora curro en las obras del Museo del Prado".
Las 7.13. Gomis también pasó su miedo. "Tomé el tren un poco antes de los de las bombas y estaba cogiendo el autobús en Atocha cuando oí la primera explosión. Vi que la gente miraba, me di la vuelta, explotó la segunda... La gente salió corriendo, se caía por las escaleras... Fue tremendo".
Mari Burgueño sigue sollozando a las 7.16. "Llegué al tren a las 7.05, me bajé en Vicálvaro y allí subí al metro. Cuando llegué al trabajo llamé a mi marido. Él suele ir en el tren de las 7.30, pero nunca sabes... Ahora tengo muchas dudas. ¿Dónde está toda la gente que veo todas las mañanas en el tren? Espero que hayan cogido el autobús. Nos han hecho mucho daño. Pero creo que pueden hacer más".
A las 7.20 el cielo se tiñe por fin de color violeta. Sanos, salvos y aliviados, los 15 o 20 valientes del primer tren del 12-M se meten en la boca del metro de Chamartín. Y amanece, que no es poco.
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