La solera del San Carlo de Nápoles
Ala sombra del Vesubio y a unos pasos de una de las bahías más hermosas del planeta, el San Carlo se ha alimentado siempre, en expresión del antropólogo y escritor Julio Caro Baroja, de la "profundidad popular" de la ciudad que lo acoge, una ciudad donde alternan "la pasión y la razón" de tal manera que se puede considerar "el último reducto del espíritu griego en Europa". Nápoles vivió en el siglo XVII y primera mitad del XVIII una época de esplendor musical, que se manifestaba no solamente en el número de conservatorios o en la efervescencia de compositores de ópera y oratorios, sino que trascendía sus propios límites y se reflejaba, por ejemplo, en la pintura. Todavía puede contemplarse estos días en el castillo de San Elmo la imponente exposición dedicada a Gaspare Traversi, con sus grandes lienzos inspirados en temas musicales y sus caricaturescos retratos de personajes, que tanto ilustran sobre los tipos de la tan napolitana ópera bufa.
Un teatro de ópera de fuste que cogiese el testigo del viejo San Bartolomeo era una necesidad. La Corona fue sensible y así el 4 de noviembre de 1737 se levantó por primera vez el telón del San Carlo con la ópera Achille in Sciro, de Domenico Sarro, sobre un libreto de Metastasio. Vittoria Tesi, apodada La Moretta, encarnó el papel protagonista, compartiendo cartel con la soprano prima donna Anna Peruzzi, La Parrucchierina, y el tenor Angelo Amorevoli. El teatro, levantado por el arquitecto Giovanni Antonio Medrano, causó sensación por su grandiosidad, su decoración y sus dimensiones. Causó el mismo asombro que despierta hoy. Y allí se refugió la flor y nata de los compositores de la escuela napolitana, como los Cimarosa o Paisiello, o los que venían de fuera al reclamo de un atractivo irresistible, como los Hasse, Haydn o Gluck. La ópera bufa no era, en cualquier caso, contemplada. El San Carlo era un teatro serio. El sueño se interrumpió con la trágica pesadilla de un incendio la noche del 12 de febrero de 1816. Todo quedó destruido.
El rey Fernando I ordenó la
inmediata reconstrucción. El arquitecto Antonio Niccolini, que ya había modificado con anterioridad la fachada, cogió las riendas. Se mejoró la acústica y se agrandó el escenario hasta 33,5 por 34,5 metros, con una altura de 30. La sala se mantenía en 28,6 metros de larga por 22,5 de ancha, con 184 palcos distribuidos en 6 pisos más el reservado a la Casa Real. En total la capacidad ascendía a 3.500 plazas. Con Stendhal de testigo privilegiado tuvo lugar la segunda inauguración el 12 de enero de 1817, con Il sogno di Partenope, de Giovanni Simone Mayr, seguido de un ballet de Salvatore Viganó, de la prestigiosa escuela coreográfica napolitana, la más antigua de Italia junto a la de La Scala.
Rosini se instaló en Nápoles durante ocho años, de 1815 a 1822, y de ahí salieron estrenos como Elisabetta Regina d'Inghilterra, Zelmira, Armida, Mosè in Egitto, Ricardo e Zoraide, Ermione o La donna del lago. Era la época de Domenico Barbaja, al que Alexandre Dumas consideraba "el príncipe de los empresarios". ¿Cantantes? Pues Manuel García, María Malibran, Giuditta Pasta, Isabella Colbran, Rubini. En fin, Donizetti compuso para el teatro 16 óperas, entre las que se encuentran Lucia de Lamermoor o Maria Stuarda, y Verdi estrenó Alzira o Luisa Miller. También Bellini representó su primera ópera en el teatro napolitano.
En 1920 se introdujo la costumbre de inaugurar cada temporada con un título de Wagner. Duró diez años. Maestros como Fricsay, Mitropoulos, Knappertsbuch, Cluytens o Böhm, además de los italianos Gui, Serafín o Gavazenni figuran en el libro de honor de un teatro que ha cuidado también las giras al extranjero, especialmente a partir de la II Guerra Mundial.
La historia invade también, a su manera, el presente. El director del teatro, Gioacchino Lanza Tomasi, es hijo adoptivo del gran Lampedusa, autor de la célebre novela El gatopardo. Se ha incorporado al proyecto lírico después de dirigir varios años el instituto de cultura italiana en Nueva York. La presente temporada comenzó con una celebradísima Electra, de Richard Strauss, con escenografía nada menos que del artista Anselm Kiefer. Más discutido ha sido sin embargo, musicológicamente hablando, el intento de recuperación de la versión napolitana de Gustavo III. Lo más inmediato es una nueva producción de Fausto, de Gounod, a partir del 21 de marzo, y una de las citas más atractivas de este año es la versión de Pier Luigi Pizzi para Idomeneo, de Mozart, el próximo mayo, con Kurt Streit, Sonia Ganassi, Iano Tamar y Angeles Blancas en el reparto. ¿Un posible viaje a Nápoles? No lo duden. Es de esos lugares que siempre cautiva.
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