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Columna
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Madrid

Los trenes de cercanías cruzan la mañana con una voluntad de vida. Se abren sus puertas en la estación de Atocha y baja de los vagones la prisa del despertador, el desayuno rápido, el esfuerzo por salir adelante, por llegar al trabajo, por hacer bien el examen, por cumplir a tiempo el trasbordo cotidiano hacia los horarios de la disciplina, las obligaciones y los deseos. Los relojes de Atocha mueven su minutero sobre el folio en blanco de la vida. Se abren las puertas del vagón y baja al andén un río de gente, de carteras y mochilas, de bocadillos y de móviles, que desemboca en el oficio urbano y diario de la supervivencia. Y Madrid, bendito Madrid, acoge sin preguntar a este río de estudiantes con su aprobado o su suspenso, de trabajadores con su rumor a andamio o a oficina, de inmigrantes con su piel latinoamericana, o árabe, o centroeuropea. Piel de gente, que Madrid, bendito Madrid, hace suya, porque la ciudad está acostumbrada a hacerse barrio, taberna y equipo de fútbol, sin preguntarle a nadie sobre sus orígenes. Una estación o una plaza con fuente son más madrileñas que una catedral, porque los altares de Madrid son callejeros, y se han cargado siempre de maletas y de restaurantes con comida casera. Madrid, bendito Madrid, que ondeas por encima de todas las banderas, hablas por tus teléfonos en mil lenguas y no te extrañas al descubrir un pasaporte extranjero en el bolsillo de tus muertos.

Madrid, como todas las ciudades españolas, sufre desde hace años la humillación del terrorismo. Se abren las puertas del vagón y baja un río que no se atreve a hablar de sus papeles, de su sanidad pública, de sus salarios congelados, de sus escuelas y de sus derechos. El terrorismo amenaza no sólo con la muerte, sino con la degradación de una sociedad que debe renunciar a sí misma a causa de la manipulación política del miedo. Renunciaría a mí mismo si no me avergonzase hoy de la manipulación política del terrorismo que ha hecho el PP y el Gobierno español de José María Aznar. La unidad ante el dolor no significa dejar de pensar, olvidar que se ha pretendido hacer política con ayuda del terrorismo, privatizando la palabra España, la lucha contra la violencia y la solidaridad con las víctimas. Acabo de oír la rueda de prensa del presidente Aznar. Con su tono habitual de desprecio, pero muy nervioso, pretende dejar claro que se siente orgulloso de su política. No quiere opinar sobre la precipitación electoralista del ministro del Interior cuando afirmó sin ninguna duda la autoría de ETA, y se niega a hacer quinielas sobre la responsabilidad de Al Qaeda. Y corta en seco a un periodista interesado por las posibles vinculaciones entre este atentado y la política belicista de España. Nadie puede responsabilizar a Aznar de los asesinatos criminales del 11 de marzo. Pero una vez demostrado que no había armas de destrucción masiva en Irak, y con 200 muertos en las calles de Madrid, bendito Madrid, el presidente está obligado a admitir que se equivocó al despreciar las manifestaciones pacifistas. Un genocidio en Irak no era un buen camino para acabar con el terrorismo. El terror no debe aprovecharse para buscar mayorías políticas absolutas, sino para buscar la unidad absoluta de todos los ciudadanos ante las bandas y los Estados criminales.

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