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Columna
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Candidatos

Día a día, a la hora del almuerzo, encuentro a los candidatos electorales entronizados en mitad de un auditorio atestado de banderas onduladas, arengando a una multitud que aplaude, sudando, concediéndose la breve pausa de un vaso de agua mientras la sintonía atronadora del partido restalla en los megáfonos. Vida dura la del político que aspira a chaquetas nuevas: le espera el mangiar male e mal dormir del que se lamentaba el Leporello de Mozart, la repetición maniática del mismo estribillo encima de un estrado, el obligatorio optimismo que ha de exhibir delante de los incondicionales aun cuando llega el momento de advertir que las puertas se van cerrando, y que para lograr la entrada en el castillo debe uno agacharse, gatear, escurrirse a través de una trampilla baja que se parece demasiado al dintel de la caseta del perro. A veces, en las fotografías de prensa que testimonian un encuentro con jubilados o una soflama dirigida a los estudiantes, los hallo exhaustos, algo desmoralizados, con el ademán y los gestos reblandecidos por tantos días de euforia y una falta de seguridad en la mirada que empieza a delatar la nostalgia del sillón y las zapatillas, el despacho, el vulgar pijama con los botones descosidos. Y yo me pregunto: ¿qué anima a estas personas a someter cuerpo y espíritu a estas soberanas palizas, a condenarse voluntariamente al insomnio, a la indigestión y el tedio, a minar sus ciclos de descanso con el jet-lag y a sabotear su metabolismo con la cocina precongelada? ¿Qué amor por la patria y el pueblo es éste, que de tan enorme e intenso corre el peligro de incendiar el propio corazón que le da cobijo?

Dice mi hermano que todo lo que buscan estos caraduras y el único objetivo por el que brincan de un sitio a otro como cigarras, se dejan retratar en hospitales y nos interrumpen diariamente la ensalada con promesas quiméricas, es porque quieren conseguir coche nuevo, un despacho mejor orientado, una secretaria rubia y veraneos en Mallorca, cerca del palacio de Marivent. Suena crudo, áspero y muy trillado repetir que los políticos sólo buscan el propio interés, pero a la vez uno no puede dar crédito al altruismo de un individuo que desatiende a su familia, su salud y su carrera sólo por el eximio honor de ser útil a su país. Apunta Platón, en una página que tengo a mano de La República, que "la ciudad en que estén menos ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente la que viva mejor y con menos disensiones que ninguna". Platón defendía la idea de que el gobierno debía equivaler a una carga, y de que el gobernante tenía que aceptar su labor de gestión como una condena, sin prebendas añadidas: eso le evitaría buscar el poder para enriquecerse, gozar de su influencia o aprovechar su posición. No soy quién para desmentir a Platón, cuyas opiniones pesan veinticinco siglos, pero quizá mi modesta experiencia a veces haya entrado en conflicto con su parecer: mi padre echaba sapos y culebras por la boca cada vez que le tocaba ejercer de presidente de la comunidad de vecinos en que me crié, y lo mismo el vecino de al lado y el de abajo, que vivía muy tranquilo coleccionando chapas de refrescos. Sin embargo, el ascensor seguía atascándose cada dos semanas.

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