De la tragedia a la comedia
La ópera se titula The death of Klinhoffer y, aunque es improbable que la veamos sobre un escenario, es una de las más interesantes del siglo XX. Se estrenó en Bruselas en 1991 y sólo en una ocasión se ha representado en EE UU. Desde su estreno, los grupos sionistas americanos la han boicoteado y perseguido por el mundo entero. Por suerte, se acaba de editar en un DVD de considerable mérito artístico.
La ópera comienza con dos coros sucesivos. En el primero los palestinos deploran la invasión de sus tierras, ocupadas por inmigrantes judíos bajo protección del Ejército británico. El segundo coro canta la desolación de los judíos masacrados por el Ejército alemán. Los palestinos fueron expulsados de sus hogares por aquellos judíos que sobrevivieron al holocausto. Los supervivientes de una matanza infame pusieron en marcha, sin saberlo, la maquinaria de una segunda matanza. Tal fue el origen del Estado de Israel en 1948.
El compositor norteamericano John Adams concibió La muerte de Klinhoffer cinco años después de que un grupo de hombres armados secuestrara el crucero de lujo Achille Lauro, una espléndida máquina blanca totalmente distinta de los vulgares hoteles flotantes, que navegaba por el Mediterráneo cargada de turistas ricos en 1985. Aquélla fue una de las primeras y más espectaculares acciones de la resistencia palestina. Pésimamente planteado y peor conducido, el secuestro acabó con el absurdo asesinato de un judío americano, León Klinhoffer, y la rendición de los terroristas cuando ni Siria se atrevió a darles asilo.
Éste es un escenario trágico en sentido estricto. Una víctima y un verdugo atados y separados por dos leyes irreconciliables y complementarias; un sacrificio ritual, un destino horrendo para los protagonistas: el inválido Klinhoffer, los enloquecidos palestinos. Como en las tragedias clásicas, cada parte expone su posición frente a la destrucción que le cae del cielo. Los palestinos recuerdan sus hogares y sus campos, la tierra de la que fueron expulsados: "En 1948, cuando los israelíes entraron por mi calle, la casa de mi padre quedó arrasada", canta el coro. Para los palestinos no cabe duda de que los causantes de su destrucción son los judíos. Los judíos, sin embargo, cantan a la Tierra Prometida, ese lugar que les fue arrebatado, patria a la que ahora regresan tras siglos de persecución y exterminio. No dudan de sus derechos.
En la versión filmada para la BBC por una inglesa de notable talento, Penny Woolcock, la ópera se desarrolla a bordo del Achille Lauro, cuya radiante belleza actúa como alegoría de un paraíso imposible de compartir. Desde el impoluto navío de afilada proa, los cantantes divisan las lejanas luces de la costa en donde judíos y palestinos se destruyen sin remedio los unos a los otros en un delirante torbellino de ira.
Como es bien sabido, los causantes de la destrucción trágica, los dioses, se ocultan al espectador. En Antígona, por ejemplo, dos leyes incompatibles, la justicia de la ciudad, expuesta claramente por la legislación civil de Creonte, se enfrenta a la ley familiar según la cual la piadosa Antígona debe enterrar a su hermano muerto, aunque el rey lo haya prohibido bajo pena capital. Dos justicias, dos dioses, la ciudad y la familia, hacen del todo imposible la negociación y la paz entre los protagonistas. Están condenados a destruirse.
En la ópera de Adams, sólo al comienzo aparecen los dioses: son la Inglaterra imperial que protege a los judíos y la Alemania nazi que los destruye. Como en Antígona, será una tercera persona, ajena al crimen, la que cargue con el desgarro, la que herede la culpa. Los palestinos, como Antígona, reciben un castigo terrible por actos inicuos que ellos no cometieron. Los dioses son los inicuos, pero también son invisibles. Para eso han arrojado a los judíos allí, en aquella tierra ensangrentada, para que oculten el rostro de los dioses, de los poderes invisibles.
En la acción trágica no sólo se destruyen los protagonistas, también se da lo que hoy con exquisita hipocresía llamamos "daños colaterales". En su excelente Crepúsculo en Palestina, Edward Fox relata la estúpida y horrorosa muerte del arqueólogo Albert Glock, uno de los escasos amigos norteamericanos del pueblo palestino, asesinado por un comando de Hamás que le acusaba de "blasfemo". Un error estúpido que ni siquiera otorgó grandeza a la víctima.
Actos desesperados, errores, equívocos, crímenes absurdos, asesinatos banales, forman la montaña sagrada que desde el Estado de Israel rinde culto a la Inglaterra imperial y a la Alemania nazi. Pero los dioses son inocentes. Juntaron a las víctimas en el lugar de la matanza y después se disolvieron en el aire.
Cuando asistimos a guerras menos trágicas o incluso cómicas, como las que han agitado el debate electoral de este mes insoportable, cuando comprobamos el narcisismo de jefes y subordinados, la ridiculez de los héroes de guardarropía, cuando asistimos a un cúmulo de equívocos, confusiones, majaderías y payasadas capaces de volver loco al más templado, es aconsejable recordar que para nosotros ya no hay tragedia, excepto en el País Vasco. Pero tampoco en la comedia los verdaderos culpables de tanta miseria aparecen en la televisión.
Ciertamente, los protagonistas son Aznar y Zapatero, los comparsas se llaman Trillo, Aguirre, Carod o Bono, pero la acción cómica la conducen unos poderes que carecen de nombre y se ocultan. Ellos son los que organizan el espectáculo con el fin de no figurar nunca en escena. Jamás se les nombra. Existen, aunque ninguno tribute a Hacienda. Los grandes poderes sólo tributan a los partidos.
Tras una célebre decapitación, nació la izquierda cuando fue posible enfrentarse al poder verdadero y no al simbólico. Durante dos siglos la palabra "izquierda" fue sinónimo de lucha física e intelectual contra el poder oculto, el infame. Sus argumentos apuntaban hacia arriba y no en la horizontal de los empleados. Hoy la izquierda parece reducida a lanzar bolas de trapo contra muñecos de televisión en una tediosa representación sin consecuencias.
Y sin embargo, consuela pensar que israelíes y palestinos, así como muchos vascos, envidian nuestro espectáculo cómico. Es la única razón que se me ocurre para que de nuevo nos disfracemos de bufón y acudamos a votar.
Félix de Azúa es escritor.
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