Variaciones sobre una metáfora de Feynman
En su libro The Character of the Physical Law, el genial Richard Feynman ofrece una de sus bellas metáforas: la naturaleza se puede comparar a una colosal partida de ajedrez. Mirando la partida (observando la realidad) se pueden descubrir las reglas de juego (las leyes fundamentales de la naturaleza). El científico es el mirón de café. Hasta aquí, Feynman. Veamos ahora si la idea da para algo más.
Juegan las blancas: peón cuatro rey. El jugador selecciona una jugada entre todas las posibles (las permitidas por las reglas del juego). Las reglas son restricciones (prohibiciones). En general, queda libertad para seleccionar. ¿Para qué? Para ganar (o, por lo menos para no perder). Durante un proceso real, la naturaleza salta de un estado a otro. El nuevo estado es uno de los compatibles con las leyes de la naturaleza. Decide la selección, fundamental o natural, cuyo criterio es la estabilidad (seguir estando) o la supervivencia (seguir vivo). Las leyes fundamentales son más restricciones que obligaciones. Un móvil que respete la conservación de la energía, pero viole el aumento de entropía no puede ser real (imposible construir un barco que navegue indefinidamente robando calor al mar). Es una jugada prohibida. Una gran acumulación de restricciones puede llegar a dar la impresión de una obligación. Es la sensación del artillero que dispara con un cañón. Fijadas unas condiciones iniciales, la parábola de la trayectoria queda determinada. En ajedrez existe el concepto de jugada forzada. Es el alivio o frustración ante un empate por repetición de jugadas; es la humillación ante una derrota por jaque mate inevitable. En general, las leyes no obligan, sólo prohíben. Ocurre en la naturaleza, en el ajedrez, en el derecho penal, en la ética, en el tráfico... La naturaleza tiene derecho intrínseco a una dosis de contingencia. Hay margen para la selección. En ella reside la creatividad de la evolución biológica, la del jugador de ajedrez, la (deplorada) de un delincuente o la (celebrada) de un artista. De química para arriba (biología, etología, sociología, economía,...) todo parece encajar con esta noción de ley natural.
Pero no parece ocurrir lo mismo con las disciplinas más deslumbrantes de la física. Sus leyes (las de Newton en mecánica, la de Einstein en relatividad, las de Maxwell en electromagnetismo, las de la óptica geométrica, la de Schrödinger en física cuántica...) se escriben con ecuaciones diferenciales que más bien sugieren un mundo pre-escrito, el mundo sin tiempo de Laplace, Einstein o Spinoza. El jugador cree que ha inventado una partida ganadora de ajedrez cuando en realidad no ha hecho más que elegir una de las 10120 partidas posibles (en el universo hay del orden de 1080 átomos)). La precisión infinita en las condiciones iniciales está recortada por nuestra torpeza o ignorancia. Pero no todo es imprecisión. El gran Poincaré demostró, a finales del siglo XIX que, salvo en casos muy particulares, ni siquiera es posible integrar las ecuaciones del movimiento (clásicas o cuánticas). Cerca de una inestabilidad siempre hay margen para eludir una obligación y ceder el paso a una selección.
La eficacia tampoco está de más. Los procesos naturales tienden a minimizar la energía... El ajedrecista que puede ganar en dos jugadas no lo hace en tres.
Se podría inventar un juego apto para científicos. En él, las reglas del juego no serían el punto de partida, sino el punto de llegada: un jugador las inventa, el otro las descubre. Y viceversa.
Jorge Wagensberg es director del Museo de la Ciencia Fundación La Caixa.
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