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Columna
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CiU en el diván

Josep Ramoneda

Los partidos existen para gobernar. La pérdida del poder origina casi siempre una crisis. Si la caída viene después de muchos años de gobierno la crisis acostumbra a ser más grave, porque habituarse al gélido clima de la oposición no es fácil para el que no lo ha experimentado nunca. Si la pérdida del poder viene acompañada de la jubilación del líder que mantuvo al partido en lo más alto, la situación se agrava, porque bajo el manto del carisma se esconden conflictos de familias y rencillas personales que afloran irremisiblemente. Y si el que pierde el poder es un partido que hace del nacionalismo su ideología principal, la crisis aún puede ser más complicada porque sin la institución no se sabe muy bien qué es. En el caso de CiU, se suman los tres agravantes, con lo cual superar la pérdida del poder sin una profunda crisis sería casi un milagro.

Después de tanto tiempo gobernando, perder el poder descoloca a cualquiera y más aún si, como le ha ocurrido a CiU en Cataluña, se pasa de todo a casi nada, por el escaso peso en la Administración local. El poder es un imán que cohesiona al partido y su entorno, por los recursos que pone en manos del que lo ejerce y, entre ellos, un número muy importante de cargos y puestos directivos que dan consistencia a la organización política que los ocupa. Y es, especialmente a nivel autonómico, una máquina clientelar impresionante. Fuera del poder, todo es distinto: la agenda, la responsabilidad y el lenguaje, y no es fácil encontrar el tono y mantener el ánimo.

Pujol lo ha sido todo para CiU. Convergència se creó y creció a su imagen y semejanza. La coalición con Unió fue el resultado de una decisión estratégica que forma parte de los factores de ruptura entre Jordi Pujol y Miquel Roca, cuando éste quiso que los dos partidos se presentaran separados para contabilizar la verdadera fuerza de los democristianos. Pujol prefirió una relación simbiótica que ha beneficiado a Unió otorgándole un papel muy superior a sus fuerzas reales. Pujol fue el gran activo del nacionalismo conservador en la década de 1980, en que consiguió la hegemonía en un país mayoritariamente de izquierdas. Pero durante la de 1990 tomó una serie de decisiones cuya gravedad se hace patente ahora, al sufrir CiU la pérdida del poder: fue Pujol quien contribuyó a engordar a Carod, fue Pujol quien liquidó una generación y un estilo de hacer política en el nacionalismo catalán, fue Pujol quien entregó la coalición a Duran Lleida y fue Pujol quien dejó CiU en manos del sector más nacionalista ligado a la familia del presidente.

Pero la pérdida del poder adquiere una dimensión más grave todavía en el caso de CiU por su condición de partido nacionalista. Gobernar permite alimentar la confusión entre partido movimiento e institución. La Generalitat es nuestra porque somos el único partido nacionalista y sólo un partido nacionalista puede gobernarla. La pérdida del poder es el final de este engaño, y es la pérdida del monopolio del nacionalismo. Con razón dijo Jordi Pujol, durante la anterior campaña electoral, que era muy malo para el nacionalismo que hubiese dos partidos nacionalistas, salvo que fueran de tamaño muy distinto y el pequeño estuviera claramente subordinado al grande. Pujol sabía perfectamente que si otro partido nacionalista -Esquerra Republicana en este caso- gobernaba y lo hacía sin coalición con CiU, ésta perdía su activo más preciado: el monopolio de la razón -o de la sinrazón- nacionalista. Sin el poder, un partido nacionalista se ve obligado a abandonar la ambigüedad. Ya no basta con presentarse como representante -único y exclusivo, el nacionalismo tiene siempre esta deriva totalitaria- de los intereses nacionales. Tiene que definirse: derecha o izquierda, conservador o progresista, tradicionalista o liberal. Con lo cual limita inevitablemente su ámbito de influencia. Declararse nacionalista pierde relevancia, porque hay otros partidos y otros dirigentes que también lo son y que están en el poder, que era el argumento que permitía a CiU ejercer una hegemonía aparentemente incontestable. La ha perdido, y ahora CiU tiene que salir, como cualquier otro partido vecino, a buscarse la vida. Se acabó el partido régimen, que se situaba por encima de derechas e izquierdas y pretendía acapararlo todo. Ahora CiU pugna con el PP por el liderazgo en la oposición conservadora al nuevo Gobierno catalán. Quién la ha visto y quién la ve.

Ésta es la realidad que CIU, a medida que vaya saliendo del aturdimiento, tendrá que asumir. La insistencia con que algunos de sus dirigentes o ex dirigentes se han ofrecido al presidente Maragall para componer una nueva mayoría es un síntoma de que empieza a tomarse conciencia de la magnitud de la tragedia de la pérdida del poder. Pero estas crisis no se resuelven con prisa, y más teniendo en cuenta que la capacidad de autodestrucción de los partidos fuera del poder es enorme: aparecen todas las pulsiones devoradoras y todos los resentimientos que habían estado contenidos.

Sin duda, el mejor aliado de CiU sería un fracaso del tripartito. Pero ni siquiera el tormentoso inicio de trayecto que ha vivido el Gobierno catalán ha aliviado demasiado los males de los nacionalistas conservadores. La pérdida del monopolio del nacionalismo comporta la pérdida del monopolio del victimismo, que otros están capitalizando ya. Los resultados del próximo domingo serán un buen test para orientarse sobre el futuro de la crisis de CiU. Aunque es un test difícil porque, sin el poder, CiU está en tierra de nadie. ¿Por qué razón ha de votar a CiU alguien que quiera que gobierne el PP? ¿Por qué razón ha de votar a CiU alguien que quiera que gobierne el PSOE? Los dirigentes de CiU han dicho que no votarán la investidura de ningún candidato. ¿Qué voto piden entonces? ¿Un voto estrictamente testimonial?

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En estas elecciones sabremos el suelo de CiU: el número de sus fieles, de aquellos que no la abandonan nunca, ni siquiera cuando no pinta casi nada. Un dato interesante como indicativo de su fortaleza. Aunque tratándose de una coalición el valor sea más relativo: ¿qué pasaría si algún líder la rompiera para ganarse un ministerio? Un suelo alto es un activo. El PSOE, por ejemplo, ha demostrado tenerlo. Pero, pese a ello, las crisis no se resuelven hasta que se ha elaborado el duelo de la pérdida del poder. Y, como se sabe, las terapias psicoanalíticas son lentas. El PSOE, por ejemplo, hace ya ocho años que perdió el poder y aún está en el diván.

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