El hada
De vuelta del colegio, a media tarde, el frío era tan intenso que parecía agrandar el mundo. Caminábamos haciendo equilibrios sobre el bordillo de la acera, un pie delante del otro. De repente en el cruce entre la calle García Camba y la cuesta de Andrés Muruais el aire empezó a adensarse con un silencio limpio y fue entonces -lo recuerdo como un deslumbramiento- cuando vi caer el primer copo de nieve sobre el capó rojo de un coche. Hasta entonces la nieve era sólo un sueño que formaba parte del mundo imaginario que había visto en las ilustraciones de los cuentos de los hermanos Grimm y también en un horizonte muy lejano que algunos inviernos coronaba por el este la sierra de Santa Marina. Pero nunca había asistido a aquel prodigio que, en medio de la calle, me convirtió de pronto en una niña esquimal con la capucha del anorak completamente blanca. Fue la primera vez que descubrí que los sueños pueden hacerse realidad y su celebración esconde un misterio que tal vez no es otra cosa que la sugestión del deseo.
Pero desear no siempre resulta una tarea fácil. Hay épocas en que la realidad se impone como un cataclismo lento y cada uno camina de su corazón a sus asuntos cayéndose una y otra vez del bordillo de la acera. Estos son los días encanallados de una campaña electoral donde el mercadeo de votos se produce ante las heridas abiertas de una guerra de más de 30.000 civiles muertos por la que nadie ha respondido todavía. Arrecian los insultos y las mentiras oficiales que nos devuelven otra vez a los sótanos de la Historia. Sin embargo la nieve siempre regresa como un hada por encima de los tejados, quizá para recordarnos que su aparición no tiene que ver con un fenómeno atmosférico, sino con una esperanza.
Por eso, en medio de los desastres propios y ajenos, a punto de sucumbir al desánimo que siempre genera la miseria moral de los gobernantes, de pronto amaneció el mundo nevado como si recién acabara de ser creado y entonces, por un momento, las cosas imposibles adquirieron la transparencia de un cristal: los olivos espolvoreados de azúcar, el olor casi olvidado a humo de leña en los pueblos, los cafés repletos con esas densidad humana que produce la mezcla del frío y el aguardiente, la nieve acumulada en un alero que de pronto se desploma con un sonido limpísimo como una melodía que se va abriendo camino en la memoria hasta llegar a ese primer copo de nieve incontaminado, suspendido en el aire, que acaba por posarse sobre la carrocería roja y brillante de un automóvil.
Recuerdo que celebramos aquella primera nevada merendando chocolate con bollos suizos en una confitería del centro. En apenas media hora el barrio de cada día se convirtió en una ciudad maravillosamente irreal y desconocida, custodiada por los dos leones de correos que tenían el morro congelado de las fieras esteparias, y atravesada por un aire siberiano que cortaba la atmósfera como un cuchillo cada vez que alguien abría la puerta.
Según los meteorólogos la nieve va a ser cada vez más escasa en estas latitudes porque las emanaciones de anhídrido carbónico crecen en sentido inversamente proporcional a la utopía. Pero aún así, la belleza lívida de un paisaje nevado posee un poder extraordinario para alterar la realidad y, como el hada blanca de los cuentos, nos impulsa a formular un deseo. Quizá la nítida ola de frío polar con la que se inició la campaña electoral sea en realidad una metáfora subversiva.
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