La voz recia de la pintura española
LA MAYOR desdicha de Solana es haber llegado a la pintura española completamente a destiempo; su aparición resulta, mitad y mitad, un brote tardío y una temprana resurrección. Pero es, desde luego, un milagro, en bruto si se quiere, pero valioso, que no se ha comprendido todavía (Ramón Gómez de la Serna, en su mezquindad de gran artista, sólo vio en Solana lo que éste tiene de material aprovechable, de material ramoniano, de fisonomía profunda, ya que en Ramón sólo se comprende al carácter y no el sentido de las cosas, es decir, que no llega nunca a encontrar significaciones), el caso de Solana es milagroso porque estando sentado, y casi inmóvil, en medio de su brutalidad, baja hasta él la voz grande, la voz recia de la pintura española, una voz que había quedado cortada, interrumpida por la tisis del presente. La pintura de Solana está llena de desaliño, de insensatez, de bajonazos, es decir, de mala "factura", pero nos hace sentir que estamos de nuevo en el toreo, que de nuevo se torea, que hemos vuelto a la plaza, al redil español. Solana vuelve a tomar la pintura por los cuernos y nos vuelve espectadores de su valentía, de su arrojo, de su locura; todo este espectáculo desgarbado, de pueblo, de mezcla de generosidad y miseria, disgusta a muchos, pero claro, son siempre esos muchos que no comprenden, no a Solana -ya que eso quizá no tendría gravedad-, sino que no comprenden nada de la vida, de lo vivo, de lo real vivo, y que son como una clase extraordinaria de mentirosos, de envidiosos profundos, no envidiosos de otras personas, sino de la vida real misma, y por eso intentan retocar la realidad, encontrarle defectos, pero la realidad viva no tiene defectos, no puede tener defectos porque ella no es obra, no es obra... puesta a juicio; lo que puede juzgarse es todo aquello que ha sido hecho, pero no lo que ha sido nacido (de ahí que la crítica de arte sea un absurdo y un imposible, porque el arte, como se sabe, no pertenece a la especie de las cosas hechas, sino nacidas); todo puede juzgarse, incluso la naturaleza, lo que hace la naturaleza, pero no lo que la naturaleza es. Solana desagrada, no sólo al público, sino a entendidos, porque da siempre ese espectáculo burdo, desarrapado, torpe, sin comprenderse que todo eso es él mismo, su ser mismo, su naturaleza misma -sobre la que no tenemos derecho alguno- y no su calidad. Su calidad -sobre la que sí tenemos derechos- es milagrosa porque se levanta airosamente de un centro que parecía inservible, de desperdicios, de basura. Solana es como una novela de Galdós de la que se han perdido o traspapelado páginas y nada concuerda ya, en donde los hechos no coinciden, no coinciden pero existen.
Texto del artista Ramón Gaya, escrito en 1952, que se incluye en el catálogo de la exposición del Museo Reina Sofía.
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