Debates
En los procesos electorales, el silencio es una versión ruidosa de la mentira, un estado agresivo de la mentira. Y no se trata de que las palabras aseguren la verdad, sino de que los debates son una forma de reconocimiento de los electores. Ahí está la verdadera significación del costumbrismo del silencio, la estrategia del gobernante que decide no debatir con sus oponentes. Este mensaje político no supone un desprecio a la oposición, porque evitar un debate implica siempre admitir que los argumentos del otro representan un peligro. La estrategia del silencio es un síntoma del poco respeto que merecen los posibles espectadores del debate. Los políticos silenciosos necesitan los votos, pero no les da vergüenza admitir en público que una cosa es un voto y otra un elector. Los electores, como ciudadanos individuales con capacidad de pensar, no merecen unas palabras de reconocimiento. La demagogia, las promesas electorales falsas, las inauguraciones de obras públicas inexistentes, los insultos y las mentiras pertenecen a una primera etapa de la degradación democrática. El ciudadano es alguien que puede y debe ser engañado, porque no parece responsable de su futuro ni sabe lo que le conviene, y los políticos se arrogan el derecho de actuar como los padres de familia que mienten a sus hijos para que sigan creyendo en los Reyes Magos, o para que no caigan en la droga, o para que no se junten con amistades peligrosas. La infantilización de la sociedad supone una forma de degradación que queda superada y agravada por la amenaza del silencio, segunda etapa en el proceso de liquidación de la conciencia democrática. Los ciudadanos no existen, no merecen el respeto de un debate, no merecen ni siquiera el esfuerzo de unas cuantas mentiras convincentes. Los ciudadanos están separados del campo de actuación de sus votos, de sus políticos y de sus gobernantes. El arte de la política ni siquiera va a ser la tarea de los que quieren encauzar manipuladoramente la realidad, sustituirla con un simulacro, sino de los que se consideran con el derecho a negarla bajo el totalitarismo del silencio.
Los debates entre candidatos son un signo decisivo de la pertinencia y la realidad de cualquier proceso electoral. Deberían estar asegurados por la disposición de los políticos, por la energía profesional de los medios de comunicación pública y por la vigilancia de la sociedad. Pero como los políticos son capaces de asumir la estrategia del silencio, como los medios de comunicación pueden caer en las manipulaciones partidistas más aberrantes y como el tejido social puede verse condenado a su propia descomposición, es necesario que las leyes tomen cartas en el asunto y regulen el número de debates imprescindibles para el cumplimiento de los ritos democráticos. Los debates no pertenecen a las estrategias partidistas, sino al derecho de los electores, que deben ser reconocidos como los verdaderos protagonistas de los procesos democráticos. La sociedad andaluza, gracias a sus debates televisivos, acaba de darle una lección al régimen anquilosado y adormecedor del PP. La crispación no es en España un síntoma de energía vital, sino de ese silencio angustioso y antidemocrático que suelen imponer las banderas demasiado orgullosas, las mayorías absolutas y los gritos.
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