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¿De la ceguera a la lucidez política?

Josep Maria Vallès

Asimilar el terrorismo de ETA a cualquier propuesta legal de reforma del marco constitucional es una deshonestidad intelectual y un disparate táctico. Pero ésta parece ser la voluntad de sectores dominantes del PP, si atendemos a palabras recientes de Mayor Oreja. Da la impresión de que desean trasladar su fracaso en el País Vasco a una Cataluña convertida ahora en el escenario principal de la confrontación esencialista que enmascara otros problemas. Pero no quiero referirme aquí a este proyecto político, diseñado desde hace ya algunos años y acelerado en estos últimos meses de precampaña electoral.

Prefiero comentar cierto discurso intelectual que revisa la historia política de las últimas décadas a partir de una línea interpretativa que puede resumirse como sigue. En los pactos políticos de la transición -contenidos en la Constitución de 1978- , la izquierda española -en especial, socialistas y comunistas- no sólo habría sido excesivamente transigente con las aspiraciones de nacionalistas periféricos, sino que se habría dejado contaminar en su propio interior por un concepto de lo nacional que contenía gérmenes de disgregación de la comunidad política española.

"De aquellos polvos, estos lodos", suelen concluir. Afirman, pues, que ya sería hora de que la izquierda española -o un centro-izquierda asimilado al PSOE- abandonara el rumbo equivocado. En otros términos, que pusiera fin a su ceguera y cayera del caballo en un particular camino de Damasco. Recobrada la vista, como le ocurrió al futuro apóstol, esta izquierda debería reconstruir una alianza nacional española con el liberalismo nacionalista -o con el nacionalismo español de talante más o menos liberal- que apunta en algunos sectores del PP. Esta alianza pondría en vereda a nacionalismos periféricos y serviría para extirpar los brotes de diversidad nacional que la izquierda -especialmente, el PSOE- ha dejado crecer en su interior. Con ello se trataría de recuperar la autoestima nacional española, eliminando además un grave obstáculo a la modernización liberal de nuestra sociedad.

Éste es el discurso esquemático destilado por una determinada preocupación intelectual y política. Un discurso que acaba convirtiéndose en apoyo más o menos sutil al Gobierno del PP en su negativa tajante a todo desarrollo constitucional que reconozca la marcha imparable del Estado de las autonomías hacia una configuración de corte federal. Desde este discurso se alimenta también la comprensión -o la adhesión entusiasta en algunos casos- hacia las actuaciones gubernamentales y mediáticas que arrojan a las tinieblas "extraconstitucionales" -y penales, si se tercia- a todo el que se atreva a sugerir algún avance en el reconocimiento de la pluralidad nacional de España. Entre paréntesis, es bueno preguntarse si la frustración de este reconocimiento no fue -paradójicamente- el gran éxito de un aparente fracaso: el fracaso del golpe de Estado de 1981.

Sin embargo, y frente a esta línea interpretativa, es urgente plantear si a estas alturas del siglo XXI -en el mundo de la globalización mediática y económica, en la Europa de la integración política- no será más útil y más "modernizador" abordar de otra forma una cuestión que preocupa honestamente a muchos. ¿Es útil recomponer alianzas de consumo interno -sea desde el centro o desde la periferia, desde la derecha o desde la izquierda-, si se trata de alianzas inspiradas en un discurso semejante al que desean combatir, que usa sus mismas armas y le emplaza en su mismo terreno? Planteada en estos términos, la confrontación no nos lleva más que a un callejón sin salida, en el que se alimentan el círculo vicioso de los resentimientos y las frustraciones.

A mi modesto entender, los esfuerzos de nuestro mundo intelectual y académico -sea liberal, sea izquierdista- estarían mejor empleados si se situaran en coordenadas capaces de superar las categorías heredadas del constitucionalismo liberal-nacionalista del XIX: estado-nación, soberanía nacional, independencia, autonomía.

La ceguera que debe terminar es justamente la que nos impide ver que no hay marcha atrás en la necesidad de expresar jurídicamente realidades políticas y sociales muy diferentes de las de un siglo atrás. Ni siquiera son las de hace un cuarto de siglo, cuando se elaboró la Constitución de 1978. Un texto acertadamente calificado como tardío y necesario "tratado de paz" tras la Guerra Civil de 1936, pero insuficiente para orientar a la sociedad española por los caminos todavía inciertos de la integración económica, cultural y política del siglo XXI.

En nuestro mundo de hoy valen poco las declaraciones retóricas de autodeterminación de los nacionalismos periféricos o las apelaciones estatistas a una infranqueable soberanía nacional. La sociedad española es una más de las sociedades complejas de hoy. Todas ellas están llamadas a reconocer su propia diversidad y a interactuar de modo permanente en multitud de ámbitos y de planos con otros actores. No sólo en lo económico o en lo político, sino también en lo social, militar, educativo, científico o mediático. Asistimos hoy a interacciones de todo tipo en las que conflictos y alianzas que se entablan, por ejemplo, entre ciudades y estados, entre movimientos sociales y organizaciones internacionales, entre regiones y la UE o entre gobiernos y empresas. Nuestro mundo político ya no se organiza en unidades autosuficientes, impenetrables territorialmente y poseedoras de una soberanía o capacidad política indivisible e inalienable. No sirven, pues, fórmulas y estrategias del pasado, por reciente que sea.

El regreso a la lucidez política vendrá cuando aceptemos libremente una interdependencia inevitable y no jerárquica entre comunidades, cuando apostemos por nuevas fórmulas jurídicas y nuevas estrategias políticas. Son las que podrán dar base sólida al progreso económico y a la cohesión social de la que todavía carecemos. Por fortuna, hay en España, quienes -en lo intelectual y en lo político- intentan salir del callejón sin salida al que le han conducido los nacionalismos tradicionales -del centro y de las periferias-. Son quienes piensan que España es capaz de convertir en activo su propia complejidad interna, cuando la acepta y la reconoce en lugar de ignorarla o reprimirla. Y confían además en que -haciéndolo- será capaz de ofrecer una referencia sugerente a otras sociedades parecidas de nuestro mundo. Pienso honestamente que de este esfuerzo y de esta confianza ha de nacer la clarividencia política que necesitamos.

Josep M. Vallès es consejero de Justicia de la Generalitat de Cataluña.

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