Esto va mal
En sentencia pretenciosa, el poeta británico Yeats aseguró que no había ningún imbécil que pudiera tratarle como amigo. Chesterton, más humilde, mejoró la frase: había imbéciles entre sus amigos y él mismo confiaba tan sólo en no haberles parecido en demasiadas ocasiones un imbécil a ellos.
Viene la cita a cuento de que hay dos tipos de polémicas. De modo excepcional, por higiene pública, en ocasiones contadas y sin que sirva de precedente, hay que polemizar descalificando a quien se considere un peligro colectivo. Pero lo más habitual es que la polémica sea una forma de conversación: no se dedica tiempo y esfuerzo, salvo por excepción, al imbécil de estricta observancia, sino a quien consideras tan ocurrente que amenaza de algún modo con desplazarte de tus convicciones.Claro está que eso, a fin de cuentas, no es un peligro, sino un estímulo. Lo que hace posible y anima una amistad es la discrepancia; no hay nada más letalmente aburrido que la extrema coincidencia.
En el enfervorizado ambiente de intercambio de diferencias verbales que puebla la vida pública española, de lejos, el mayor porcentaje está relacionado,ya hace tiempo, con el sentimiento de identidad colectivo.Esto está sobradamente constatado: lo nuevo es que mientras que antes las mejores marcas en la espiral de estridentes expresiones las conseguían los políticos, ahora parece que compiten los intelectuales. Lo primero ya resultaba preocupante porque conocido es que ése es un reino en donde la incapacidad cognitiva, la dislexia pertinaz y la muy frecuente dislalia producen ese resultado. Más grave es en el segundo caso, del que se espera, quizá con ingenuidad, claridad e iluminación.
Escritor tan excelente como Antonio Muñoz Molina se ha quejado con amargura de que la izquierda ande perdida en un "carnaval de cuestiones fantásticas", lo que la sume en "un pesado letargo". La habitual brillante belicosidad de Fernando Savater se emplea a fondo contra lo que denomina como "izquierda lerda"; exige aclaraciones "prontito", de cara a las elecciones. En ambos casos existe una actitud desdeñosa frente a lo que el segundo denomina como los "lloriqueos" de las demandas nacionalistas y un repudio de la supuesta actitud demasiado condescendiente de la izquierda respecto de ellas. El tono de ambos es amargo e irritado, como lo suele ser entre nosotros cualquier toma de postura en la que aparezca la organización territorial del Estado y/o el terrorismo. Hasta eventos que debieran figurar en las páginas culturales o en los ecos de sociedad se ven afectados por los torrentes de adrenalina que circulan en diferentes direcciones. Esto -el estado de ánimo colectivo en torno a esta cuestión- va mal: no porque las opiniones sean diversas y se expresen de forma encendida, sino porque llega el momento en que parece que este género de discrepancia se ha convertido en tan obsesivo como, en apariencia, inviable cualquier solución. El debate puede haber sido político-partidista en un momento, pero ahora es cultural y social, lo que implica ser sinónimo de más enrevesado y de más difícil solución.
Empezaré por complicarlo un poco más: no pertenezco a la izquierda, por lo que no tengo ningún derecho a demandarle nada ni a emplazarla a un cambio. Tampoco me guía ninguna estrategia de cara a las elecciones, un acontecimiento de relativa trascendencia. Me parece que la actitud del PSOE hoy por hoy es, en términos generales y en este punto, más sensata, realista y prometedora que la exhibida por la derecha; ajeno a cualquier aznarofobia, me gustaría verla en el PP de Rajoy.Pero lo que sobre todo me preocupa es que parece cada vez más evidente la dificultad de llegar no ya a un acuerdo, sino a un debate razonable.
Lo peregrino del caso es que esta situación rompe lo que de hecho es la tradición de un cuarto de siglo de libertad en España. Cuando comenzó la transición, Suárez pensaba que la lengua catalana era una peculiaridad respetable, pero con la que no se podía hacer ciencia moderna. González concluía con un "Gora Euzkadi Askatuta" en los mítines del País Vasco, y toda la izquierda exhibía la bandera de la autodeterminación, equivocándose con ella mucho más que ahora los nacionalistas. El título VIII de la Constitución fue en gran medida obra de los ponentes catalanes: si se leen sus intervenciones se aprecia que ni siquiera ellos mismos tenían una idea idéntica acerca de España (para uno era una realidad plurinacional; para el otro, algo más que eso). Los nacionalistas vascos no la aceptaron, pero la enmendaron, en algún caso importante con éxito, y recordaron que habían combatido con las armas por la de 1931, que era peor para sus intereses e ideas. Luego, en 1988, cuando hubo que elaborar el Pacto de Madrid a partir de un acuerdo de principio, transcurrieron cincuenta horas hasta que pudo llegarse a un texto concreto. En julio de 1997, el grito espontáneo de las manifestaciones antiterroristas era "Vascos, sí. ETA,no"; hoy corremos el peligro de que parezca heterodoxo. Frente a una posibilidad de acuerdo de fondo que siempre ha existido -y de los numerosos pactos concretos en que se ha traducido-, lo habitual en la actualidad es encontrarse ante una selva agónica de discrepancias.
En mi opinión, se está destruyendo aquella opción sencillamente por falta de aplicación y decisión. Empecemos por las obviedades. El terrorismo dejó de ser ya hace tiempo un peligro real para la democracia. Lo es para la vida de miles de seres humanos, pero convertirlo en único tema político es hacer un favor gratuito a ETA. La inmensa mayoría de los españoles estamos contra él; sus víctimas y los amenazados hacen bien en recordar su tragedia. Hubiéramos debido hacerlo los demás antes y mucho más, pero cada uno es libre de expresar su condena en el momento, con la pegatina y la compañía que quiera. La organización territorial del Estado, un triunfo colectivo y no el producto de una manía, ha sido el resultado de una lenta construcción y, sin necesidad de ser nacionalista catalán o vasco,hay problemas objetivos a los que es preciso dar solución.
Sigamos con las conveniencias útiles para conseguirlo. Bueno será emplear un método interrogativo si se quiere llegar al diálogo, término en otro tiempo ubicuo y que hoy parece más bien apestoso, cuando no producto degenerativo. ¿No convendría pensar que hay otros temas de debate? La calidad de la democracia es uno de ellos; sin que mejore, al menos sin una tensión generalizada por alcanzarla, parece difícil que ni siquiera se plantee la posibilidad de un acuerdo sobre cualquier cosa. ¿No sería bueno descontar, por así decirlo, ese género de afirmaciones y actuaciones intolerables porque, además denecias, como diría Montaigne, son pomposas? Las últimas las hemos contemplado en Cataluña, pero las ha habido por doquier y son tan estridentes que merecería la pena dejar que las sancionara tan sólo el electorado. ¿No habría que pensar en el distanciamiento -hoy creciente, mañana un abismo- entre las sociedades? Un reciente artículo de Jordi Pujol da cuenta de él en términos bien graves. ¿No resultaría conveniente neutralizar los sentimientos antagónicos? Se puede pensar, como Félix de Azua, que el ideal del nacionalismo es "un mundo sin Internet y con jovencitos trepando por los montes", pero proclamarlo no pasa de ser una descarga hormonal de escasa utilidad. ¿No debiéramos multiplicar los símbolos verdaderos de unión y reivindicar en lo concreto? Unas palabras del Rey en lenguas oficiales distintas del castellano en un mensaje de Navidad hacen más que muchos metros cuadrados de bandera constitucional. Una reunión de los presidentes autonómicos sobre financiación es más útil que una genérica demanda de Concierto o una queja jeremíaca por la insolidaridad del otro. ¿No deberían en algún momento admitir todos que ha existido al menos un error parcial propio en toda esta cuestión? A mí no me importa admitir que hoy me causa menos prevención la ilegalización de Batasuna que cuando fue aprobada. ¿No sería bueno recordar la sentencia de Aron de acuerdo con la cual ante la máquina de escribir -hoy ordenador- en toda esta materia es mejor tratar de comprender que eructar?
La recomendación del diálogo suele situar a quien la hace en la incómoda posición del insólito bobalicón que no es capaz de definirse por una opinión de entre las muchas y muy contundentes que están en liza, o la del baboso equidistante entre el Mal evidente y el máximo Bien. Por fortuna, en esta materia tiene a su favor no sólo la tradición política inmediata de nuestra sociedad; queda también un ancho espacio de tiempo hasta que las peores alternativas puedan adoptarse. Al final, pero sólo después de mucha bronca, en España se pacta. Y es así no sólo por la moderación de la sociedad española, sino por el carácter mestizo -pluralidad compartida- de buena parte de quienes se empeñan en enzarzarse. Mientras tanto, las cosas van mal.
Javier Tusell es historiador.
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