_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La marca

Manuel Vicent

Cuando me pongo nervioso al hablar en público se me forma una ligera flema en la garganta que debo arrastrar con un suave carraspeo muy fastidioso. Según tengo entendido esa flema es una herencia de mi abuela Ventura. Ignoro de qué murió, aunque, al parecer, lo hizo tosiendo como otros se van al cielo o al infierno callados. Estando la abuela Ventura en el lecho de muerte, antes de que el cura la untara con los santos óleos, fue requerido de Valencia un catedrático de medicina para ver si conseguía retenerla un poco más en este mundo sin toser. El catedrático llegó al pueblo desde la capital en un taxi y fue recibido con gran respeto por deudos y familiares. Al pie de la cama, después de un silencio medido, el catedrático diagnosticó: "es una tos nerviosa, no tiene nada, se pondrá bien". Pudo haberle preguntado por qué mantenía una mano muy cerrada como tratando de que algo muy valioso no se le perdiera. No lo hizo. El catedrático se esfumó después de cobrar la minuta y la abuela Ventura murió sin abrir la mano antes de que el ilustre doctor llegara a Valencia. De la abuela Ventura he oído contar muchas historias. Cuando era todavía una niña iba un día a la feria de la ermita del patrón con una moneda de plata para comprar miel, dátiles, pan de higo, un mantón de hilo, sortijas y otros regalos. La noche anterior hubo una gran tormenta y de camino tuvo que atravesar un puente de tablas que se había montado sobre un torrente bravo. Resbaló y se cayó al agua. La fuerza de la corriente arrastró su cuerpo. La niña Venturita braceó denodadamente durante un tiempo para alcanzar una ribera, pero muy pronto se abandonó sin fuerzas a las violentas aguas, que la arrastraron, unas veces sumergida y otras aflorada, hasta que la detuvo un cañaveral. Cuando algunos vecinos llegaron a ella parecía totalmente ahogada y después de auxiliarla poniéndola cabeza abajo, alguien advirtió que tenía un puño muy crispado hasta el punto que necesitaron tenazas para abrirlo y cuando lo lograron , apareció a salvo la moneda de plata en la palma de su mano. Su férrea voluntad unida de forma indisoluble a aquel tesoro le dejó en ella una profunda señal, que se mantuvo hasta el día de su muerte. Era la efigie de un águila coronada. Esta vez, muerta de verdad, le volvieron a abrir el puño y quienes la lloraban al pie del lecho, creyeron ver que el águila volaba desde la palma de la mano porque la señal había desaparecido. De mi abuela Ventura sólo heredé la tos nerviosa, pero no aquella marca de plata.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_