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Columna
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El salvaje futuro

Rafael Argullol

En aquellos mapas escolares todavía se veían algunas zonas coloreadas de verde en las que, según nos informaban las notas a pie de página, no había penetrado la civilización. Si no recuerdo mal, eran únicamente tres y más bien de extensión reducida. La mayor mancha verde correspondía a la Amazonia y las otras dos al desierto central de Australia y a un fragmento del entonces Congo Belga. Quizá en algunos mapas había una cuarta en la Antártida.

Tres o cuatro, aquellas pequeñas manchas tenían un poder sobre la imaginación que equivalía al que ejercía el resto del mapamundi con sus fronteras, sus países y sus ciudades. Lo decisivo es que allí precisamente no había ciudades ni países ni, sobre todo, fronteras y, en consecuencia, todo era posible. Si el sueño de visitar los distintos lugares de la civilización era excitante, mucho más lo era la fantasía de descender a las regiones menos civilizadas y, muy en particular, a esas misteriosas manchas verdes en las que, sin ataduras, reinaban las hipótesis más libres.

La exposición 'El salvaje europeo' muestra a las criaturas que han habitado los paisajes exteriores de la civilización y de la racionalidad

Creo que en esta época intermedia entre la niñez y la adolescencia éste era mi único concepto de libertad puesto que, sin justificación alguna para defenderlo, pensaba que en esos magníficos vacíos del mapa debían de cohabitar tranquilamente la realidad y el deseo. Todo lo que la vida cotidiana no ofrecía allí brotaba espontáneamente, toda la miseria escolar quedaba allí compensada por abundancias casi impensables. Supongo que, además, atribuía a esos escenarios mágicos una generosidad sensual que encajaba a la perfección con las necesidades de la pubertad. Sea como fuere, me parecía que había identificado las patrias de la maravilla, de manera que en sus horizontes secretos surgían los seres más extraños y más inquietantes, pero asimismo más libres. Allí -ninfas o cíclopes, centauros o quimeras- vivía naturalmente todo lo que aquí no vive.

Con el transcurso del tiempo desaparecieron las manchas verdes y, con ellas, esas patrias de la maravilla. Los mapas han domesticado todos los espacios, y las agencias de viaje, también. El ojo de nuestra época, de una voracidad sin precedentes, ha tejido imágenes minuciosas e ilimitadas que han invadido el último territorio y han revelado que el secreto no era tal secreto. El misterio ha sido domado, o al menos eso es lo que simulamos con una suficiencia que muy probablemente oculta un temor: ¿qué nuevo salvajismo sustituirá a esos viejos, anárquicos y entrañables salvajes que hemos creído expulsar de nuestra imaginación?

Es del todo recomendable visitar la exposición del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona El salvaje europeo, preparada por Roger Bartra y Pilar Pedraza, para comprender hasta qué punto han sido elocuentes, en las distintas épocas, las criaturas que han habitado los paisajes exteriores de la civilización y de la racionalidad, la historia de su doble salvaje, el feudo de sus terrores, sus deseos y sus esperanzas. El arte lo ha reflejado de forma tan íntima que bien puede decirse que no existiría el arte europeo sin haber tenido la posibilidad de fecundarse en los subsuelos de aquel doble: desde los bestiarios medievales a los retablos de El Bosco, desde los caprichos de Goya a la Minotauromaquia de Picasso.

Esta fecundación ha sido inevitable si aceptamos que una de las misiones del arte es calibrar la libertad de los espíritus y que, a este respecto, resulta decisiva la capacidad de una civilización para entablar un duelo con sus propias sombras. La mayor y más rica expresión cultural producida en Europa, la tragedia griega, no es sino la espléndida manifestación de este duelo en el que lo salvaje, tanto el que está más allá de la frontera como el que resiste en el interior de la piel, aparece en el escenario de la conciencia para recordar las pasiones humanas. Si la tragedia hubiera puesto en escena sólo a los héroes ejemplares de la razón, es muy probable que ya nos hubiéramos olvidado de sus frutos, por admirables que fueran en su momento. Pero puso también en escena al instinto, al habitante de la sombra, con su horror y con su grandeza. Aquella portentosa galería en la que lo salvaje se encarnó en todas sus formas, permitiéndonos que el hombre tuviera la valentía de contemplarse, no en su hipocresía moral, sino en su integridad, sigue siendo la mejor escuela que haya existido nunca: el corazón salvaje de Medea, el deseo salvaje del Minotauro o las Bacantes, el amor salvaje de Antígona.

Desde la épica antigua al cine del siglo XX se ha enriquecido esta galería en la que se han hecho presentes nuestros avatares inconfesables. El duelo con nuestro salvaje ha ido unido a la expresión libre, pero también al respeto del misterio. El misterio puede ser explorado, pero no colonizado.

Ahí se enraiza el peligro que implica nuestra tendencia a la colonización total. Queremos archivarlo todo, clasificarlo todo, comunicarlo todo. Implacablemente, vamos asfixiando el espacio del salvaje hasta convertir a éste en un mero candidato a formar parte de una base de datos. El riesgo es que estalle, de pronto, un salvajismo imprevisto frente al que nada podamos hacer porque estábamos convencidos de que ya todo estaba domesticado.

Hemos olvidado que siempre habrá zonas coloreadas de verde en nuestros mapas.

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