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Gasolina democrática

Es un clamor en España la denuncia por la baja calidad de nuestra práctica democrática, resultado de un proceso acentuado por el uso intensivo que de su mayoría absoluta han hecho los populares en los últimos años. También es un clamor, al menos en círculos progresistas, la receta que se supone infalible para corregir esta degeneración del sistema político: necesitamos, se dice, introducir en él más democracia (y a ser posible participativa, añaden los teóricos entusiastas del republicanismo).

Estas líneas pretenden disentir provocativamente de la terapia recomendada. Lo que hace falta no es más democracia, sino menos. Creo que si la necesaria regeneración de nuestra práctica política se pretende llevar a cabo acentuando su lógica democrática, probablemente se deteriorará más aún. No es en la componente democrática de nuestras instituciones en la que hay que incidir para reformar su defectuosa operatividad, sino que el ajuste debe efectuarse desde otro vector, y seguramente obliga a disminuir su exposición a la lógica democrática en lugar de aumentarla tal como se propone.

Ese incremento democrático deteriorará aún más las instituciones afectadas, las hará más dependientes del partidismo

En contra de lo que se cree generalmente, en Occidente no vivimos en democracias a secas, sino en una variedad muy concreta y particular de ella, la liberal (por cierto, la única que hasta el momento se ha demostrado factible en sociedades modernas extensas). Característica esencial de esta variedad es que los cimientos liberales sobre los que se apoya en muchos casos no son democráticos, sino que responden a una lógica distinta, más bien antidemocrática. A los ingenieros que construyeron los rudimentos del gobierno representativo, llámense Madison o Sieyès, la democracia literalmente les repugnaba. Por eso elementos del edificio tan esenciales como la salvaguarda de los derechos humanos, la división de poderes, el Estado de derecho, el sistema de frenos y contrapesos, son rasgos que no responden en absoluto a la lógica democrática (según la cual es el pueblo quien ejerce el poder), sino a otra que desconfía profundamente de la democracia: la lógica liberal (hay que limitar cualquier poder, y ante todo el del pueblo). Sólo sobre estos cimientos (que actúan a la vez como constricciones funcionales del sistema) ha sido posible construir una práctica democrática de gobierno que actúe aceptablemente bien.

Pues bien, fijémonos en que el actual deterioro de nuestra práctica se debe precisamente a un uso intenso y abusivo del principio democrático. Es precisamente el torpe abuso de la mayoría absoluta (la mayoría democrática) el que ha incidido sobre los elementos de cuño liberal del sistema para intentar domeñar su autonomía. Desde el gobierno del Poder Judicial hasta las diversas agencias institucionales independientes de control, desde la gestión de los medios de comunicación públicos hasta el Ministerio Fiscal, a todos se ha trasladado la lógica implacable de la democracia pura: la mayoría electa por el pueblo debe controlar todas las instituciones y puede usarlas a su servicio. Por el contrario, la lógica a la que todas estas instituciones deberían responder es la liberal: están ahí para ser autónomas del poder político, para controlarlo mediante su interacción, no para someterse a él por muy democrático que sea. Es significativo constatar que la deriva a la que asistimos en España es la que nos lleva de una democracia pluralista a una democracia plebiscitaria. La democracia como tal subsiste en ésta última, lo que se pierde en el camino es una elevada cuota de libertad y pluralismo.

Si la causa del deterioro es ésta, como creo, el proceso no se detendrá inyectando más democracia, es decir, sometiendo a todas estas instituciones a un control todavía más intensivo por parte de los representantes del pueblo (el Congreso), tanto en el nombramiento de sus componentes como en la auditoría constante de la gestión que efectúan. Por el contrario, este incremento democrático deteriorará aún más a las instituciones afectadas, las hará todavía más dependientes del partidismo, sea de la mayoría absoluta de turno, sea del reparto de cuotas de los coaligados; es decir, las mantendrá directamente expuestas al calor de la lucha democrática por el poder. Como subraya Ferrán Requejo, hay que rechazar por simplista e ingenua la idea de que para que un sistema sea democrático es necesario que todos sus elementos (partidos, grupos de interés, poderes o agencias reguladoras) obedezcan internamente a la lógica democrática. Esa extensión indiscriminada de la exigencia democrática a todas las partes del sistema termina por acabar con la democracia del conjunto.

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Lo que estas instituciones deben ser es autónomas, capaces de expresar libremente los intereses y opiniones de las elites que las componen y dirigen. Ejemplo: lo trascendente es que los jueces gocen de independencia, no que sean electos directa o indirectamente por el pueblo. Tal elección directa (que propone, por ejemplo, IU) los haría más democráticos, sin duda, pero el poder judicial perdería capacidad para cumplir su función esencial de contrapeso al ejecutivo. Otro: si TVE (o ETB) son sometidas a un control parlamentario exhaustivo, reflejarán el interés exclusivo del partido con mayoría absoluta (como ahora), o dividirán en cuotas partidistas sus programas o canales, pero en ningún caso cumplirán con su función social de favorecer una opinión pública autónoma. Y es que esto no se consigue haciendo a estas instituciones más democráticas, sino haciéndolas más independientes.

Aunque parezca extraño a primera vista, podría muy bien suceder que al exigir más democracia estuviéramos arrojando gasolina al incendio que devora la actualmente existente. ¿No merecería la pena probar otro método de extinción del siniestro?

José María Ruiz Soroa es abogado.

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