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A PIE DE PÁGINA

Freud o la glorificación del poeta

Muy a menudo Freud, de quien el gusto literario no pareciera ser siempre excelso, y quien confiesa, no menos frecuentemente, y no siempre de un modo sincero, su ignorancia en la materia, rinde, a su manera un homenaje apasionado a la poesía, que no hay que entender en el sentido restringido del verso sino de la creación literaria en su conjunto.

Este elogio continuo de la literatura es formulado por dos razones muy precisas: una retórica y otra instrumental. La razón retórica es común a muchos textos de ciencias humanas del siglo XIX, ya que, hallándose en vías de formación, esas ciencias buscaban como antecedente intuitivo de su actividad las grandes obras literarias y filosóficas del pasado. El elogio del poeta y del artista puede ser considerado también como un tópico retórico del discurso científico destinado a mostrar, por contraste, los límites de la ciencia y la complejidad del universo cuya intuición es accesible únicamente al arte. La glorificación del poeta ha de ser considerada, de ese modo, como una idealización de especialista.

Al trabajar con los afectos y las emociones, la poesía no ha hecho más que adelantarse al psicoanálisis

Pero Freud venera también la poesía por una razón instrumental: porque, del mismo modo que la psicosis, la poesía, con su poder de concentración significante, muestra de un modo más claro, más denso, ciertos procesos de la psiquis que son universales, pero que en el contexto de la normalidad e incluso de la neurosis pasan desapercibidos. De este modo, Sófocles, Shakespeare y Dostoievski presentan, para el analista, un interés común, el de mostrar, cada uno a su manera, un sustrato universal de la personalidad, el complejo de Edipo que, por ser inconsciente y por estar sometido a una serie de procesos psíquicos -represión, sublimación, transferencia, etcétera-, que lo disimulan, sería irreconocible en la mayoría de los seres humanos. Y la veneración de Freud tiene también otras razones de tipo instrumental: porque la literatura sería para Freud, por excelencia, el reino del afecto. "Como psicoanalista, debo interesarme más por los procesos afectivos que por los intelectuales", dice en Sobre la psicología del colegial. La literatura, al trabajar en la dimensión de los afectos y de las emociones, no ha hecho más que adelantarse, según Freud, al psicoanálisis: toda la imaginería conceptual de la ciencia naciente está implícita en la obra de los grandes poetas.

Estos elogios instrumentales reclaman a mi juicio una objeción: no toda la literatura puede definirse por la expresión de arquetipos psicológicos universales, y la expresión de esos arquetipos no es condición suficiente de su valor. Las Devociones de Donne no presentan ningún arquetipo de esa índole, y la Gradiva de Jensen no posee el menor interés desde el punto de vista estrictamente literario.

Y sin embargo Freud rinde, por otro camino, a la poesía un homenaje más profundo y más verdadero. Ese homenaje estriba en el reconocimiento explícito de que el análisis es una actividad esencialmente verbal, y que la palabra es el único instrumento terapéutico con que cuenta. El psicoanálisis no investiga los fenómenos psíquicos sino el discurso que estima representarlos. Los juegos de palabras, la transmisión oral de los sueños, el diálogo analítico, la asociación libre son el material específico del trabajo analítico, después de haberlo sido, durante siglos, para la poesía. El psicoanálisis y la poesía tienen por tanto en común la característica de que únicamente en el lenguaje, y a través de él, pueden obtener los resultados que se proponen.

Pero el psicoanálisis rinde también un homenaje particular a la narración. Objetivo capital de la sesión analítica, la narración aparece como el resultado dramático de la interacción de un conjunto de fuerzas psíquicas que son la parte oculta del sistema referencial en juego y que hace de él la materia de un dibujo confuso que se teje y se desteje indefinidamente. No opera, de otro modo, el narrador el sistema referencial en juego -ni existente ni inexistente, ni verdadero ni falso a priori, sino únicamente así, en juego-, es lo que Freud llama, en el caso de las alucinaciones, el fragmento de verdad histórica que las fundamenta y las hace, para el enfermo, verosímiles. Tejidas con la misma materia histórica, narración y alucinación elaboran, cada una a su manera, esa materia en un sistema que la trasciende. La historia de la narración occidental no es menos dramática que la historia clínica en la que analista y paciente construyen y descartan una y otra vez, por medio de la palabra, una realidad posible.

En Análisis terminable e interminable, Freud discute la posibilidad de dar fin a un análisis. En algunos casos, según él esa terminación es posible. Si bien admite que la normalidad no es más que una ficción ideal, es evidente que Freud considera que, mediante la elaboración de los instintos, el psicoanálisis puede restituir al sujeto cierto equilibrio. De esa manera, la construcción narrativa del psicoanálisis presenta, en relación con la narración en general, una particularidad reductora: la de pretender que existe un conflicto preciso, una intriga significante que se debe resolver, lo que equivale a decir que, en ciertas circunstancias, hay análisis terminable. Esa particularidad podría transformar a la narración analítica en un simple caso de la forma narrativa, en un género. Para la narración analítica puede haber, como para la novela policial, desenlace.

No pasa lo mismo con la otra: el análisis pretende dejar, de su construcción, un contenido. La narración, en cambio, no deja más que el procedimiento, la construcción misma. La narración no es terminable; queda siempre inconclusa. Valéry lo decía bien: un poema nunca se termina, simplemente se abandona.

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