Izquierdas y derechas
Es bien sabido que esta división política tiene su origen en la Revolución Francesa. Incluso antes de que en Francia hubiera partidos políticos, los diputados en la primera Asamblea Nacional ya se sentaron por afinidades ideológicas: los opuestos a las reformas "revolucionarias" se situaban a la derecha de la presidencia, los reformistas (más tarde revolucionarios, pero aún no en 1790, cuando no se trataba de cambio radical, sino de reforma) lo hacían a la izquierda. En el Parlamento inglés, muy anterior, tal diferenciación tópica no se daba, aunque allí sí había ya partidos.
El caso es que esta división política ha hecho fortuna y pertenece estrictamente a la historia contemporánea. Durante el siglo XIX, la dicotomía se fue precisando, pero esta precisión se hizo siempre con respecto a los grandes y populares principios de la Revolución Francesa: "Libertad, igualdad y fraternidad", en especial al segundo, la igualdad. Cuanto más partidario de la igualdad, más de izquierdas se era, o se es. Este rasgo ya estaba presente en la división original en París, porque la primera medida de reforma profunda que tomaron los precursores de la izquierda fue imponer la igualdad de todos los componentes de los Estados Generales, que pasaron de representantes estamentales a diputados en el sentido moderno, basándose en el principio de que todos representaban igualmente a la Nación; el corolario era que, en consecuencia, el voto de cada representante, fuese aristócrata, clérigo o del estado llano, valía lo mismo.
Sin embargo, la propia Asamblea estableció una distinción crucial que quebraría el principio de igualdad política total: distinguió entre ciudadanos "pasivos", los que pagaban una cantidad pequeña o nula de impuestos, y ciudadanos "activos", es decir, contribuyentes sustanciales. Los primeros quedaban privados de voto, ya que, siendo una función esencial de la Asamblea votar los impuestos, no parecía lógico que los que no los pagaran los administraran. Esta limitación será el gran objeto de litigio entre las derechas y las izquierdas en el siglo XIX. La extrema izquierda perseguía el sufragio universal, la total igualdad política, como la llave que daría entrada a la igualdad económica. La derecha, por su parte, razonaba más o menos como los primeros asamblearios franceses. Entre ambos extremos, liberales y demócratas se colocaban más o menos a un lado u otro del espectro según fueran partidarios de bajar el listón fiscal del voto. Los más de izquierdas consideraban que los ciudadanos "activos" debían ser la inmensa mayoría; los más de derechas, que sólo unos pocos.
Poco a poco se fueron imponiendo las izquierdas, pero eso fue ya en el siglo XX. La presión creciente de las masas urbanas, cada vez más numerosas como consecuencia de la industrialización, impuso el triunfo del sufragio universal sin restricciones; primero, el masculino; poco después, el femenino también. Gracias a esto, los partidos socialistas, los más importantes de la izquierda, que en el siglo XIX habían permanecido totalmente apartados del poder, pasaron a convertirse en los más votados en muchos países industrializados, a formar gobiernos y a poner en práctica sus programas. Tras la Segunda Guerra Mundial, el "Estado de bienestar", núcleo de los programas socialistas, se convirtió en estructura pública esencial e indispensable en las sociedades avanzadas y en el modelo a imitar con mayor o menor éxito en los países que aspiraban a la modernidad y la justicia social.
Esto nos sitúa en el presente. Logrados los objetivos fundacionales de la izquierda y derrumbada la falsa utopía comunista, ¿sigue teniendo sentido la dicotomía "derechas-izquierdas"? En las sociedades desarrolladas cada vez se oye más decir que no hay diferencia entre los programas de la izquierda y de la derecha. Las derechas, en realidad, han aceptado la mayor parte del programa de la izquierda, que en algunos casos ellas mismas habían iniciado: pensemos en Otto Bismarck y en Eduardo Dato, que iniciaron los seguros sociales en Alemania y España, respectivamente. Los electorados de hoy parecen haber perdido el entusiasmo progresista de tiempos pasados; los programas sociales resultan cada vez más caros, y los opulentos votantes occidentales se preocupan por su alto coste. Además, aunque las sociedades desarrolladas modernas no son totalmente igualitarias, lo son más que cualesquiera otras, y muchos piensan que el esfuerzo por lograr la perfecta igualdad provocaría un descenso en el bienestar total. En estas circunstancias, uno se pregunta si realmente le quedan señas de identidad a la izquierda.
Pueden y deben quedarle, pero a condición de hacer un examen profundo de la situación y de reconocer que sus propios éxitos pueden haberla dejado en paro. Un peligro muy grande es el de trocar los papeles con la derecha, como con frecuencia ocurre hoy, en que es ésta la que quiere reformar el sistema y la izquierda la que se convierte en celoso guardián de los intereses creados. Esto ocurre, por ejemplo, en dos terrenos relacionados, la educación y la globalización. En el mundo del siglo XXI, la globalización es un fenómeno inevitable y, en conjunto, beneficioso, aunque, como todos los fenómenos de cambio social acelerado, amenace el modo de vida de muchos. En lugar de adoptar una actitud vagamente antiglobalizadora, síntoma de conservadurismo e inercia mental, la izquierda debe partir de un reconocimiento de la inevitabilidad y deseabilidad de este imponente fenómeno, tratando de hacer frente a los problemas que plantea. La única manera de protegerse una sociedad moderna de los efectos dolorosos de la globalización, es decir, de la competencia, es ganar en productividad y competitividad, y eso, en la sociedad de la información, sólo se consigue mediante la educación. Pero no educando débilmente y en extensión, como vienen haciendo la mayor parte de los países europeos, y en particular el nuestro, sino ofreciendo programas de calidad e intensidad, de modo que la competencia de la mano de obra barata pero poco cualificada no nos afecte. La izquierda debe plantearse seriamente cómo va a ser la sociedad de mediados del siglo XXI, y actuar en consecuencia, en lugar de librar batallas de retaguardia defendiendo los logros sociales como si éstos fueran monumentos inmutables. Y debe hacerlo, porque en una sociedad dinámica nada es inmutable, ni debe serlo, salvo la ética y la razón. Y debe recordar también que su más acendrada señal de identidad es la igualdad, no el particularismo. Antonio Machado, por cuyas venas corrían "gotas de sangre jacobina", hablaba de "la España de la rabia y de la idea", pero rima igual "la izquierda de la rabia y de la idea"; y en los tiempos que corren es mejor hacer hincapié en la idea.
Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.
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