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Responsabilidades compartidas

Dos países europeos del Sur, Francia e Italia, apasionados donde los haya por la religión del automóvil, comienzan a convertir las matanzas de la carretera en asuntos de Estado. Un paso necesario, no suficiente, para poner remedio a una de las peores lacras de la sociedad contemporánea. Sus primeros efectos, modestos pero positivos, muestran que el problema no es insoluble.

Mientras se discute si la UE ha de asumir competencias en esta materia o si el carné por puntos es una buena medida, convendría actuar en aquellos aspectos cuyos resultados positivos están ya asegurados. Es cierto que se trata de un asunto complejo. Y el escaso interés que suscita el problema entre nuestros gobernantes, desde hace muchas décadas, no sería explicable sin una evidente complicidad social.

Demasiados tópicos han convertido este drama de los accidentes de tráfico en una especie de ceguera colectiva. Muchos de esos tópicos se basan en crasos errores científicos, y en su difusión contribuyen tanto las autoridades, como algunos denominados expertos, y a menudo los medios de comunicación. Bien es verdad que en la tragedia concurren factores y actores directos diferentes, con niveles de participación variable. Con frecuencia se tiende a desplazar la responsabilidad a circunstancias que son perfectamente previsibles, como la niebla o la lluvia.

Se podría decir que la política de seguridad vial tradicional legitima la accidentalidad, porque la considera un precio inevitable del progreso; la culpa la desvía hacia los conductores y en todo caso, insinúa que se puede aliviar la situación con coches más seguros -o sea, más caros- y más carreteras de alto nivel. La tozudez de las estadísticas muestra, por el contrario, que las cosas no van mejor por ese camino.

Tanto los proyectistas de coches como los de caminos diseñan sus productos para velocidades muy superiores a las máximas permitidas, un hecho fácilmente constatable, y la práctica demuestra que se superan de manera generalizada, y en algunos casos, de manera escandalosa. Bastaría pues con que al menos uno de esos dos grupos asumiera los límites como base de proyecto para frenar en seco la sangría.

Desde hace unos años, el Ministerio de Fomento edita, junto a los tradicionales mapas de intensidad de tráfico en la red de carreteras, otros mapas de velocidades que muestran lo que cualquier conductor habitual sabe: que los límites legales de velocidad se incumplen sistemáticamente. Otras fuentes confirman que lo mismo sucede en las calles de nuestras ciudades. Lo llamativo resulta, precisamente, en que es la propia Administración la que reconoce en sus publicaciones este alarmante fraude. Ante esa realidad, si el Gobierno se muestra incapaz de acabar con la indisciplina generalizada, solo cabría sugerir el cierre al tráfico de aquellos tramos que no puede controlar. Siempre hay un camino alternativo para no limitar el derecho a moverse por el territorio.

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Pues con alcohol o sin él, con distracciones o sin ellas, es un hecho incuestionable que la velocidad resulta un factor determinante en la accidentalidad. Pura lógica avalada por pura física: la energía de cualquier impacto es directamente proporcional al cuadrado de la velocidad.

Es evidente, por otra parte, que la mejora de los vehículos y la de los caminos -España cuenta con una de las redes de autopistas más potentes del mundo- no ha conseguido ningún avance notable contra la matanza del asfalto. Muchos conductores de la gama alta creen que, con los modernos vehículos y las modernas carreteras, los límites de velocidad se han quedado anticuados. De hecho, una buena parte de ellos ya ha adaptado la ley a sus propios gustos, (amparados, eso sí, en una casi total impunidad). La investigación demuestra, sin embargo, que los conductores se arriesgan más cuando perciben un entorno más seguro en su vehículo o en la carretera. Y en consecuencia, los accidentes no disminuyen. Combatir este tópico constituye pues un objetivo prioritario.

También está probado que un aumento del parque no implica necesariamente más accidentes. Las ciudades del Sur del mundo, con unos niveles de motorización muy inferiores a las del Norte, tienen índices de muertos y heridos muy superiores a los de Europa o Estados Unidos como denuncia Eduardo Galeano. Dice el escritor (Patas arriba) que "cada año ocurren en Colombia seis mil homicidios llamados accidentes de tránsito". La cifra es análoga a la de España, solo que allí el número de vehículos es muy inferior al de aquí.

Así que habría que comenzar por reclamar la legitimidad democrática del control de velocidad, factor clave en el buen camino de las soluciones. Inevitablemente, este principio del control implica la represión de las conductas delictivas con una justicia rápida y eficaz. En éste y en otros campos de la vida comunitaria, es claro que un sector de la población tiende a rebasar la ley cuando el Estado relaja sus mecanismos de control y sanción.

Para ello, es preciso una revisión radical de la gestión del sistema de transportes y de la seguridad vial: de los automóviles y de la carretera. El tráfico debe ser ordenado de manera que, si ocurre un accidente, no ha de causar la muerte ni daños irreversibles. Éste es el reto que asumió en 1997 el Parlamento Sueco al incorporar la Visión Cero a su política vial.

En el caso de los vehículos, la solución es obvia e incomprensiblemente inédita: la limitación de la velocidad en origen. En el caso de los caminos, los manuales y experiencias para moderar la velocidad con el rediseño del viario (urbano e interurbano) son ya muy abundantes como para que algunos de nuestros técnicos se llamen a andana. La mayoría de nuestras vías de gran capacidad -autopistas, autovías, rondas, cinturones...- no son más que una clara incitación a emular los circuitos de competición. La construcción de barreras técnicas en las calles y carreteras que obligan a reducir la velocidad, ha sido un éxito en el Reino Unido, (ver EL PAÍS 19.01.04), con la ventaja de que así "no hace falta poner un policía en cada esquina".

Una obviedad final, que apenas se introduce en el debate: hay otras maneras de desplazarse más seguras que el automóvil cuando existe esa posibilidad. El Gobierno de París -continúo leyendo el diario- también ha decidido dar prioridad a las líneas de ferrocarril y a las infraestructuras de transporte marítimo y fluvial en las inversiones previstas para los próximos años, reduciendo sustancialmente los proyectos de nuevas carreteras.

¿Qué va a pasar en España?

Joan Olmos, ingeniero de Caminos, es profesor de Urbanismo de la Universidad Politécnica de Valencia.

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