Un rayo de esperanza
El Teatro Real ha vivido desde su reapertura la fiebre wagneriana, con Barenboim o sin él, con la fe del converso. Su apuesta más atrevida ha sido, en cualquier caso, la coproducción de El anillo del nibelungo con un teatro de gran tradición como es la Semperoper de Dresde. Al margen del tratamiento de choque inicial, el montaje queda en propiedad, lo que facilitará sus reposiciones y la posibilidad de ver de corrido todo el "festival escénico", tal como Wagner definió a su obra más ambiciosa. En Dresde lo hacen en abril en un par de ocasiones y aquí podría ser un reto y una responsabilidad para López Cobos, pongamos por caso, en fechas lo más inmediatas posibles. Se amplía mucho la perspectiva con la continuidad. La respuesta orquestal ha sido, además, lo menos convincente de este, en conjunto, más que meritorio anillo.
Götterdämmerung (El ocaso de los dioses)
De Richard Wagner. Director musical: Peter Schneider. Director de escena: Willy Decker. Escenógrafo: Wolfgang Gussmann. Con Alfons Eberz, Luana DeVol, Hans-Joachim Ketelsen, Eric Halfvarson, Hartmut Welker, Elizabeth Whitehouse, Lioba Braun, Elena Zhidkova, Lani Poulson, Maria Rey-Joly, Cecilia Díaz y Francisca Beaumont. Coro y Orquesta Sinfónica de Madrid. Coproducción con la Sächsische Staatsoper Dresden Semperoper. Teatro Real, Madrid, 20 de febrero.
La producción dirigida por Willy Decker, una vez concluida su última entrega, El ocaso de los
dioses, el viernes pasado por la noche, es magnífica. El director escénico alemán parte de que El anillo del nibelungo es, en primer lugar, un cuento de ideas y su traducción actual no debe perder de vista ni la estructura de historieta ni mucho menos lo que supone de interpretación del mundo. Decker crea, complementariamente, una estética reconocible, a base de combinar la metáfora (o su precariedad, que diría Arnoldo Liberman) del teatro dentro del teatro -o del mundo como representación, si se prefiere-, con un planteamiento plástico de enorme potencia (y fotogenia) que utiliza elegantemente la geometría (o el espacio) con una contundente carga expresiva. Pero lo fundamental en Decker es la definición de los caracteres. En ello su aportación es de un enorme magisterio y basta contemplar los dos primeros actos de El ocaso de los dioses para comprobarlo. Desde el lado infantilón de Sigfried hasta el perverso de Hagen, pasando por la sutil definición de Alberich y Waltraute, o la ambigua de Gunther y Gutrune, sin olvidar la grandeza de Brünnhilde. La resolución escénica utiliza la teatralidad de la música, en primer plano, sin confundir en ningún momento las peculiaridades de la ópera con las del drama en prosa. El resto es cuestión de aprovechamiento del lenguaje en todas sus dimensiones: cinematográficas, luminotécnicas, gestuales... Y en esa estructura los conflictos saltan con nitidez: el ansia de poder, la venganza, la envidia, la codicia. No hay lectura política evidente, ni planteamiento de originalidad a toda costa. El respeto por los valores esenciales de la obra se corresponde con una mirada creativa y lúcida, sugerente en su propia belleza al servicio de la música.
El reparto vocal de El ocaso tuvo homogeneidad. Esto es lo más importante. Destacó, no obstante, Eric Halfvarson como Hagen, llevando en su extraordinaria interpretación el peso determinante de la historia. Luana DeVol y Alfons Eberz mantuvieron el tipo con una dignidad encomiable en personajes tan erizados de dificultades como Brünnhilde y Sigfried. El equilibrio global se impuso, de todas maneras, por encima de las individualidades. La orquesta tuvo una prestación irregular, pero supo crear en muchos momentos la atmósfera adecuada, a las órdenes del veterano "Kapellmeister" Peter Schneider. Pifiaron en exceso algunos vientos, lo que suponía un acusado contraste con intervenciones tan brillantes como la del clarinete. La cuerda estuvo expresiva, con densidad, con carnosidad en buena parte de la representación. Escenas de lucimiento, como la de la Marcha fúnebre después de la muerte del héroe, se resolvieron sin embargo con incomprensible vulgaridad. Hubo, en cualquier caso, en El ocaso de los dioses más concentración y unidad estilística que en la jornada precedente.
Frente a la cultura de la banalidad, del "todo a cien" que decía brillantemente anteayer Juan José Millás en este periódico, una obra de "duración interminable" como la que nos ocupa es no solamente una aventura del espíritu, sino también un rayo de esperanza. Hace pensar en utopías frente al materialismo cotidiano y el éxito sin escrúpulos. Permite también una reflexión sobre el presente, aquí y ahora. No es poco.
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