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Columna
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Ese ramo de flores

¿Puede el peso de un relato valer una vida humana? Hace unos días, un ciudadano francés asesinó en Hendaya a su esposa donostiarra y a su hija. El crimen forma parte de una serie de execrables sucesos que se están convirtiendo en habituales y de los que por lo general resultan ser víctimas esposas, ex esposas o novias. Sobre la especial incidencia actual de este tipo de casos, se ha aducido como explicación la circunstancia de que antes no salían del ámbito privado mientras que ahora se hacen públicos por una doble razón: las denuncias que hoy sí son capaces de presentar las mujeres maltratadas y el eco que reciben los casos más dramáticos en los medios de comunicación. De acuerdo con esta explicación, la situación actual no modificaría sustancialmente situaciones precedentes, sino que la diferencia estribaría en que ahora sale a la luz lo que antes permanecía oculto.

Carezco de datos estadísticos para establecer comparaciones, que por otra parte sólo podrían afectar al ámbito de lo que no pudo permanecer oculto. Y lo que casi nunca se pudo ocultar fue el asesinato. ¿Es mayor hoy que antaño el número de mujeres asesinadas en el ámbito doméstico? Lo ignoro, aunque no me sorprendería si con datos fiables se me respondiera negativamente a esa pregunta. Creo haber leído datos de hace quince años que daban unas cifras de mujeres asesinadas muy similares a las del año pasado. Sin embargo, mi impresión personal, que creo que coincide con la socialmente extendida, es muy distinta de la que pudiera desprenderse de esas cifras comparativas. Mi impresión personal es que el número de mujeres asesinadas por sus cónyuges o compañeros sentimentales es muy superior en la actualidad que en épocas pasadas. Si mi impresión no se corresponde con la realidad, tendré que explicarme mi espejismo por un incremento de la sensibilidad social hacia tan lamentable asunto, o bien por una cuestión de autoconocimiento social, es decir, por el reconocimiento alucionado de sus deficiencias por parte de una sociedad que se creía a salvo de ellas.

Hemos atravesado una época autocomplaciente en lo que se refiere al perfil de nuestras sociedades, que parecían enfiladas a superar las tensiones más señaladas de la condición humana. Bastaba con fijarse en las encuestas sobre nuestras opiniones que periódicamente se hacían públicas para llegar a la conclusión de que todo el mundo era bueno y que las sociedades que conformábamos eran casi perfectas: no racismo, no discriminación de la mujer, personalidades abiertas y joviales. Naturalmente, los datos que ofrecía la realidad no se correspondían con nuestras opiniones y parece que ahora empezamos a darnos cuenta de ello. En el terreno que nos ocupa, descubrimos que el macho sigue ejerciendo su dominio sobre la mujer de manera implacable. Se tiende a las explicaciones reactivas sobre este asunto: sería un síntoma de que el macho ha perdido terreno y es incapaz de asumir su nueva situación ante la mujer emancipada. Tengo mis dudas de que estos asesinos actúen contra mujeres emancipadas, y creo que estos casos habría que estudiarlos en el interior de una fenomenología del macho, que dista de haber sido borrado del mapa.

Pero hay otra cosa que me llama la atención en el caso de Hendaya con el que iniciaba mi artículo. Lo llamaría una escenografía de la banalidad. El asesino se construyó una historia exculpatoria, a la que se atuvo en su actuación, que incrementa la monstruosidad de su crimen. Un relato banal como puerta para la felicidad a cambio de dos cadáveres. Es todo un cliché de nuestra época, en la que la felicidad se halla en saldos. Nada de arrebatos apasionados o de furor autodestructivo. El asesino, que mantenía al parecer una aventura extramatrimonial, ahogó con una almohada a su mujer embarazada y estranguló a su hija. Dejó la puerta de casa como si hubiera sido forzada, acudió a su trabajo, en el que se desenvolvió con la mayor tranquilidad y eficacia, y al regresar a casa le compró a su mujer un ramo de flores para regalárselo por san Valentín. Una vez en casa, descubrió la puerta forzada y los cadáveres. En esa historieta de dos duros, el asesino se había visto salvado. Entre el final feliz que imaginó y el final real, se balancea el peso de una personalidad moral equivalente al de un mosquito. Imaginemos que su historieta le hubiera salido bien. ¿Habría sentido sobre su lograda felicidad de serie negra el lastre de las dos vidas segadas? Permítanme esta conjetura: no. Lo que quizá habría sentido sería el lastre de su nueva felicidad, y recordaría que de éste se liberaba uno por el precio de un ramo de flores.

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