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Columna
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Xaló

Viajábamos despacio como siempre que se conduce por carreteras secundarias: la ventanilla abierta al cosquilleo de la brisa, el burbujeo del sol a través de las mangas del jersey, olor a flores de nata e Ivie Anderson en el radiocasete del coche.

Una pequeña excursión por un valle de la Marina Alta también es una forma de escapar al destino, porque descubrir un paisaje permite conquistar el fragmento de una narración misteriosa. Todos los grandes viajeros de la antigüedad sabían que el verdadero paraíso puede hallarse a un tiro de piedra. D. H. Lawrence no cifró el enigma del Mediterráneo en el mar, sino precisamente en el estallido de los almendros blancos y rosas al final del invierno.

Pero la concepción del territorio varía de una época a otra. Las grandes caravanas del comercio examinaban el mundo a través de sus productos. En el valle de Xaló todos los sábados hay un mercadito ambulante que recorre casi dos kilómetros a lo largo de un barranco. Uno puede encontrar entre los tenderetes los objetos más inesperados, diminutos sellos de colores capaces de evocar geografías tan lejanas como la de la isla de Pitcarn donde se refugiaron los amotinados de la Bounty, mapas antiguos con los que se puede soñar durante tardes enteras, máquinas de escribir, cromos de la alineación del Valencia en 1956, sobrecitos de té blanco cultivado en la provincia china de Fujian... Pero de todas las mercancias en venta la más desconcertante era un par de viejas sandalias de cuero con la suela muy gastada expuestas como una joya única sobre el mostrador de un puesto solitario. Su propietario, un inglés de expresión muy concentrada, llevaba al cuello un fulard de seda de color azul cobalto y tenía la apostura algo extravagante de Peter O'Toole en Un león en invierno. Como todo el mundo sabe, desde los tiempos bíblicos las sandalias encierran el enigma de mil caminos. Pensé que quizá deshacerse de ellas tenía para aquel extranjero un significado simbólico como sacudirse el polvo de la travesía después de llegar al valle en el que tal vez había encontrado su destino. Nos quedamos observándolo a distancia mientras saboreábamos una cerveza en una terraza imaginando su historia.

Un paisaje es un mundo dentro del mundo, uno puede encontrar en él muchas vidas superpuestas que al adensarse van conformando una neblina vaporosa muy parecida al tejido de los sueños. Por eso a mí me intrigaba más el relato de estos viajeros que habían rendido su camino entre aquellas laderas que la propia belleza del paraje. Sobre la nieve de almendros del valle de Xaló la luz se halla en el mismo estado fragmentario que descubrieron los pintores impresionistas antes de plasmarlo en un lienzo. Cada pincelada está cargada de todas las vidas posibles que hay contenidas en el presente instantáneo de nuestro recorrido y abarcarlas con la mirada es la verdadera aventura del viajero. Tal vez por eso en lugares así se opera en la retina una exaltación que afecta especialmente a la imaginación, llenándonos de una especie de felicidad adolescente, diáfana, en la que todo está por suceder como al principio de un amor o como una novela recién empezada.

De regreso, el sol se va reclinando como los árboles sobre el capó caldeado del coche. Bajamos las colinas casi a oscuras, parándonos de vez en cuando a escuchar el lenguaje de los almendros. La voz de Ivie Anderson suena entonces más viva: Everything happens to me.

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