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¿Dónde está Betty?

Las madres, apretadas las unas contra las otras, hacen cola en el pasillo de nuestro hospital rural en Uganda, sosteniendo a sus niños en espera de que la pediatra los examine durante su visita matutina. La disminución del precio y la adopción de una tarifa única por hospitalización se han dejado sentir sin demora sobre nuestro ya sobrecargado quehacer. Intento abrirme paso con dificultad entre la multitud y casi tropiezo con una mujer que, sentada en el suelo, sostiene en brazos a una niña de unos seis años obviamente muy enferma. Las tomo aparte y unos minutos más tarde, tras unas pocas preguntas y un somero examen físico, llego a la conclusión de que la paciente padece meningitis. El líquido turbio que obtengo mediante una punción lumbar confirma mi sospecha y los resultados del laboratorio sugieren un origen tuberculoso. Inicio inmediatamente el tratamiento a través de una sonda nasogástrica e inyecciones de estreptomicina. A los pocos días la fiebre ha disminuido y la enferma empieza a hablar.

El director de un hospital rural de Uganda piensa que al siglo XXI le cuesta llegar a ciertos lugares

Mi sorpresa es grande cuando una mañana no encuentro a Betty en su cama. Interrogo a las enfermeras, que piensan que la niña desapareció la noche anterior, que se la llevó su madre. Tomo nota de su domicilio e inicio, acompañado de un guía, el viaje en el todoterreno. Después de dos horas interminables de sacudidas y atascos en el barro que cubre el camino (es tiempo de lluvias), alcanzamos un claro en el bosque. Varias mujeres y decenas de niños salen de sus chozas de paja, caña y barro, y nos rodean tan pronto como nuestro vehículo se detiene. Todos andan descalzos, la mayoría de los niños sin ropa alguna y las mujeres cubiertas apenas con unos sucios andrajos. No me cabe duda que una escena parecida pudo haber tenido lugar hace cientos de años. Sin duda, Speke, Grant y Burton, después de deambular por esta región hace más de un siglo en su afán de encontrar el origen del Nilo, ese río tan cargado de historia, no se hubieran sentido extraños hoy aquí entre nosotros.

Betty llegó hace pocas horas, después de pasar la noche al raso, abrazada a su madre. Me sorprendo y maravillo una vez más ante el vigor extraordinario y la resistencia, al parecer sin límite, de estas gentes. Alguien sale de una choza y nos trae a la enferma. La madre toma a la niña y en medio del corro que se ha formado nos explica, mientras la acaricia, que alguien le aseguró que el mal que sufría su hija estaba provocado por unos espíritus enojados y que sólo podría curarse con la aplicación de unos remedios locales, y que por ello marchó del hospital y ha vuelto a casa. ¡Qué lejos estamos del siglo XXI!, pienso. El tiempo transcurre a velocidades muy distintas según dónde nos encontremos...

Alguien ha afirmado que los africanos no tienen noción del tiempo, pero mis enfermos y sus familiares tienen un sentido del tiempo muy definido. No es, sin duda, el nuestro, pero no es por ello menos real. El presente está tan lleno de dificultades y es tan arduo que es mejor olvidarlo en cuanto pierde actualidad; el futuro es una abstracción tan alejada e incierta que no merece ser tenida muy en cuenta. El tiempo se pasa intentando sobrevivir el día de hoy y alcanzar con una cierta integridad el de mañana. Recuerdo mis años pasados en Haití: de camino al hospital, al saludar a los campesinos que encontraba en el camino, éstos respondían "m'la!" o "pa pi mal!". Es decir: "¡Estoy aquí, sigo vivo, no estoy peor que ayer!".

Nuestra enferma está ardiendo con fiebre otra vez y, después de una animada charla en la que todos participan, convencemos a familiares y vecinos de que debe volver con nosotros. En el camino de vuelta profiere un gemido con cada piedra o desnivel que sacude el vehículo, mientras laacompañante le seca el rostro sudoroso y le repite: "Sirica, sirica!"("¡tranquila, cálmate!").

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El camino se estrecha y ante nosotros aparece una camioneta cargada con dos enormes altavoces y un grupo de jóvenes ataviadas con escasa ropa. La espesa vegetación que nos rodea impide que podamos adelantarlo. El sonido es ensordecedor, pero reconozco con horror la canción que despiden los altavoces (¡nada menos que Macarena!) mientras las caderas de las muchachas se agitan furiosamente al ritmo de la música.

Observo durante kilómetros los cuerpos cimbreantes que se mueven con destreza e intento olvidar la música quebrada y estridente que parecemos perseguir, salpicada por las quejas y el llanto de nuestra enferma tumbada en el asiento trasero. ¡Sí, es obvio que el siglo XXI ha llegado ya incluso a estos remotos parajes!, barrunto. En estos momentos, curiosamente, me viene a la memoria una entrevista leída hace poco. En ella nuestro alcalde barcelonés da su visión del próximo Fòrum y no son pocas las hermosas palabras que utiliza: diálogo, paz, diversidad cultural, desarrollo sostenible, convivir con otras realidades, propiciar tradiciones diversas, y otras.

Quizá, pienso, todo es muy sencillo y no hay que perder la esperanza: el Fòrum ya lo tengo en casa, y el día en que sepamos conjugar nuestros vastos recursos y nuestra avanzada tecnología con parte de la enorme energía local que en estos momentos se emplea en bailar, muchos de los problemas que padece este continente tan castigado por todos encontrarán solución.

Una hora más tarde, cuando ya empieza a oscurecer, llegamos al hospital y reanudo el tratamiento de Betty.

Jaime E. Ollé Goig es director médico del Saint Francis Hospital, en Buluba, Uganda.

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