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Tribuna:
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Construir puentes, unir pedazos

La verdad es que me incomoda que me pasen la mano por la cabeza; mucho más que me estiren las orejas, no son pequeñas. Y Fernando Savater tiene la querencia de hacerme las dos cosas. Con todo, le agradezco la atención y la intención.

Hace unos años respondía a un artículo mío, La España de Paco Ibáñez, en este mismo espacio, con otro suyo, La izquierda cuca; despachaba mi argumentación con una mezcla de paternalismo y jovialidad; ahora, con El ritual descuartizador, el pasado día 12, responde nuevamente en tono semejante a unas declaraciones en radio sobre la idea de España del señor Aznar y la mía. A cierta altura de la vida es refrescante ese tratamiento paternal, pero me parece también evidente que la idea de España que vengo manteniendo desde hace años inquieta a Savater. Seguramente porque cree que la suya es más válida, o verdadera.

No creo que Savater padezca de "aznarismo compulsivo", aunque no lo veo discrepar de la idea de España de este Gobierno, pero mis ideas en general y mi idea de España en particular tampoco se resumen en ese "antiaznarismo compulsivo" que él ha detectado por ahí. Tampoco soy de una izquierda "cuca"; no sé si soy de izquierdas, pero sé que no soy avieso y aprovechado; mi intención va con franqueza y como una propuesta. Y tampoco pretendo descuartizar a nadie ni nada; muy al contrario, es la idea nacional española que encarna el señor Aznar la que ha creado una fractura interna, y que por ese camino no tiene solución. Por el contrario, mi intención es ofrecer otro modo de entender la nación y otra idea de España que creo que es posible y necesaria, una idea basada en el reconocimiento del otro, de los otros, en los puentes y el diálogo.

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Sobre que sean "dislates" diré que puede ser, nunca se sabe, pero en principio mantengo que este presidente de Gobierno se ha comportado en estos últimos años no sólo como si él fuese un jefe de Estado, sino también como si él fuese la encarnación de España, y eso es lo que niego. Y reafirmo mi dislate: tan legítima es la idea de España que mantiene ese señor como la que mantengo yo o cualquier otra persona; la nación son todos y cada ciudadano, ciudadana. La nación no es un "destino en lo universal" ni un ente platónico que preexiste en el espacio o en el tiempo, como nos enseñaron en la escuela franquista. Cosa que nos sigue ilustrando ahora la TVE en su Historia de España, dirigida por el señor García de Cortázar, cuando nos enseña que España comienza en el Big-Bang, los dinosaurios, los neandertales y el Homo sapiens de Burgos (ese discurso mítico nacional es precisamente lo que se le recrimina, y con razón, a un cierto discurso nacional vasco). Eso no es historia, es propaganda integrista. Y eso no es una nación, es un cuento chino.

España somos los ciudadanos que hoy la formamos y la pagamos, y nadie tiene derecho a arrogarse la autoridad o la propiedad de tal ente; somos ciudadanos distintos, incluso con distintas lenguas y culturas, distintos puntos de vista, pero, siendo diversos, somos los que somos y lo que somos. Y la única nación democrática española es la que se conforma por agregación de estos ciudadanos libremente. Y también por la agregación de comunidades de ciudadanos, pues si España existe como ente colectivo, pongo por caso que también Cataluña existirá; digo yo. La nación democrática se basa en el pacto perpetuo. Otra cosa es que todo ser vivo tiene un argumento, un discurso, un nacionalismo que lo expresa políticamente, pero ese discurso nacional, para ser democrático, tiene que expresar a los ciudadanos que existen realmente y su realidad. Si las ideas previas pretenden sustituir a la realidad, aviados vamos todos. No sé citar a tanta gente como Fernando, pero, por si acaso, cito a Tocqueville y a Pi i Margall, y con eso y con leer la prensa de tres ciudades distintas se puede uno ir arreglando para no hacer ideología del propio ombligo.

Me parece evidente que debemos aprender de Alemania, de EE UU, del Reino Unido, de Suiza y de quien haga falta para reconocer que los ciudadanos conformamos espacios nacionales diversos, o como lo queramos llamar. Y propongo aceptar la evidencia de que nuestra nación, en el sentido decimonónico de Estado-nación con fronteras, aduanas y moneda, es Europa, y que el debate sobre la nación lo debemos realizar forzosamente dentro de nuestra realidad histórica; no por nueva menos real. Así pues, defiendo un necesario nacionalismo europeo, y también reconozco la existencia de los nacionalismos vasco, catalán, gallego y los que existan o vayan a existir, faltaría más. Y también, claro que sí, la necesidad de un nacionalismo español. Pero ese argumento colectivo español tiene que ser distinto a éste, ese cuento de la España del Cid e Isabel la Católica, tiene que ser un nacionalismo de ciudadanos y que reconozca las diversidades nacionales internas. Mientras sigamos negando esto con café para todos sólo por incordiar y con loapas, sólo crearemos problemas en vez de aprovechar las posibilidades de lo que somos.

El problema de la política española no es político, es ideológico. O peor aún, es de mala fe. El mismo sistema político jurídico existente, sin sacralizarlo, adaptándolo constantemente a la vida, valdría para solucionar las diferencias; lo que sobra es mala fe. E ideas nacionales obsoletas e ideologías reaccionarias. Y ya puestos, digámoslo, sensatez e incluso equilibrio. Estos años hemos tenido de presidente del Gobierno a un hombre que ha protagonizado la inenarrable actuación ante el Prestige, con un precio ecológico y económico que nos ocultan; que nos ha metido él solito en una guerra injusta, y que vamos a pagar muy cara en sangre y dinero; que nos ha usado como caballo de Troya contra Europa; que ha hecho de la mentira una forma de gobierno; que se ha negado a recibir al lehendakari... Cuando la mayoría de los ciudadanos creemos vivir en un tiempo histórico en que formamos parte inextricable de la Unión Europea, con Estados como Alemania y Francia que pagan buena parte de nuestros gastos y despilfarros, hemos tenido mientras tanto de presidente de Gobierno a un señor que vive en otra época, un tiempo mítico en que él, ¡al fin!, le ha sacudido a España ¡el yugo de Francia! Eso me lo contaron hace años en la escuela, pero entonces Europa empezaba en los Pirineos; ahora, para algunas cabezas enfebrecidas aún sigue empezando allí. A mí ésos sí me parecen "dislates". Y no sé si hay descuartizamiento, pero muchos sentimos una soga al cuello, ahogamiento.

Quizá no exista "aznarismo" como fenómeno nuevo; a mí me parece que simplemente vuelven los de siempre a lo de siempre, pero sí creo que en esta legislatura no se hizo política, sino ideología, y muy mesiánica. Y me interrogo por la causa de la hegemonía ideológica de este nacionalismo integrista tan rancio pero actualizado, pues veo a personas que se tenían por progresistas y que, unos desconcertados y otros entusiasmados, se han ido pasando al campo político del integrismo casticista. Quizá la razón sea que el debate político no se da de un modo tan determinante en el terreno de la lucha sindical, como creyó la izquierda española, sino principalmente en la lucha por el modelo nacional. Y eso es justo lo que no se ha hecho en estos años desde la transición, y muchos debemos ser autocríticos.

Aznar sí ha sabido que quería hacer una nueva transición; es decir, corregir hacia el pasado una cierta apertura habida aquellos años en la idea de España. Pero desde posiciones democráticas no se ha repensado España, se ha dado por buena la idea nacional que nos llegó. Y no, no bastaba con legalizar los partidos y asociaciones y cambiar el sistema de representación, había que revisar sobre todo el pasado autocríticamente. Y enunciar una idea de España distinta de la que nos habían enseñado, no basada en una historia mítica castellanista, donde Castilla es una mera excusa para un Estado de un nacionalismo étnico, militarista y confesional, sino una explicación histórica para comprender y aceptar nuestra diversidad nacional y una cultura nacional que nos reconozca como ciudadanos con derechos y deberes; no como plebe a quien se puede abandonar ante un desastre o se puede enviar caprichosamente a una guerra.

Al no haber creado una nueva cultura nacional, hemos visto cómo mucha gente se ha mantenido ideológicamente en nuestro pasado reciente, en la vieja idea de España, la única que sabían, la que habían aprendido en la enciclopedia escolar. Y por ello, comprensiblemente, sienten la angustia del descuartizamiento, el miedo a la amputación; es bien humano. Pero si conociesen otra idea de España, a lo mejor podían conciliar sus angustias de identidad y su necesidad de pertenencia con una realidad social y cultural diversa, como es la España real. Y esas personas, especialmente los intelectuales, cuando un insidioso gobernante ha utilizado el terrorismo para polarizar la vida política, han quedado atados a su caudillaje centralista, que tiene unas cualidades que nos son familiares a los que tenemos memoria: el militarismo, la vetusta añoranza imperial, el antieuropeísmo, la xenofobia hacia las otras culturas nacionales, la zorrería, el silencio autoritario y el espíritu vengativo y guerracivilista. Un caudillaje que no repara en azuzar el miedo que hemos interiorizado en años de adoctrinamiento franquista al desmembramiento de España: el separatismo y los antiespañoles. Y también en animar la envidia de personas y comunidades atrasadas hacia las ricas; lo cual no ayuda a prosperar, pero degrada aún más al que padece atraso y fortalece a quien manipula el odio.

Fernando Savater es una inteligencia muy viva, pero ello no basta; la inteligencia personal tiene sus límites en la realidad social. Cuando escribe sobre literatura y sobre ética suele acertar, y a veces con gran brillantez, lo que celebramos y mucho, pero cuando escribe sobre política o cuando actúa políticamente, se equivoca siempre. Siempre, se equivocó en los años ochenta y ahora también se equivoca.

El intelectual debe pensar en libertad, de lo que piensa debe publicar aquello que cree que debe ser dicho y defender su opinión asumiendo los costes. Pero también debe temer a su propia "hybris", pues su pensamiento, que en principio es un bien social, puede pasar a ser un perjuicio. Así pues, creo que deben ser comprometidos con su pensar, pero también prudentes en sus conclusiones. Y me parece que debieran atender a las razones de los otros y no tener a menos ser un poco autocríticos. Incluso autoirónicos. Esto es lo que me parece a mí.

Suso de Toro es escritor.

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