Los efectos del amor
En una de las numerosas escenas de su despedida, José María Aznar López descubrió el viernes pasado una placa dorada para que en el futuro no olvidemos que fue él quien dotó a Madrid de un moderno aeropuerto, edificio futurista y luminoso de color bambú. Aunque la placa sólo deja constancia de que Aznar López inauguró la obra civil, es decir, el edificio de una terminal para un aeropuerto que por ahora no es aeropuerto. Desde las primeras piedras, que tanto gustaban al Caudillo y que ahora han vuelto a imponerse, hasta las traviesas del AVE, todo proceso de obra pública sobresaliente va recibiendo, paso a paso, la bendición presidencial en sucesivos actos de glorificación. Sin embargo, lo nuevo ahora es convertir el acto administrativo de recepción de unas obras desnudas, que eso es a lo que se llama "obra civil", en un ridículo rito de culto para despedir a un presidente sin que la historia le niegue el mérito que le alcanza.
Quizá no quería el despedido dejarle al que venga el agobio de tener que inaugurar un aeropuerto terminado. O tal vez ha aprendido de la experiencia de gobierno valenciano de Zaplana que toda obra es susceptible de ser inaugurada tres o cuatro veces; que ofrece la posibilidad de convertirse en instrumento de propaganda gubernamental en tantas ocasiones como se quiera. Se trata de un privilegio nada desdeñable cuando se avecinan unas elecciones como ahora y proporciona a su partido un ahorro en el capítulo publicitario, a costa del erario público, además de constituir un generoso acto de apoyo electoral a su sucesor. Así lo entendió el Ministerio de Fomento, que sufragó con nuestros impuestos amplias páginas en los periódicos para que supiéramos que, ese mismo día, el presidente del Gobierno iba a inaugurar la nueva terminal de Barajas. Nos aprestábamos, en consecuencia, a otra escenificación de la productora televisiva del Gobierno para los telediarios en tiempo de precampaña. Y el alcalde de Madrid, otra vez, hizo la ofrenda a Aznar López de su propia obra y agradeció al ministro de Fomento, que también se despide, su eficacia. Pero el teatro político no acabó ahí, alcanzó además una dimensión cultural inusitada cuando el propio ministro de Fomento, en un ejercicio de pedagogía que muchas veces hemos reclamado, decidió dar a conocer a la ciudadanía que el escultor Manuel Valdés es "una figura señera de las artes plásticas". Valdés es el autor de las Tres Damas de Barajas, que son por ahora los tres únicos objetos excelentes que, con textos de Vargas Llosa, acompañan el edificio aeroportuario del arquitecto Richard Rogers. Y que esas esculturas hayan costado más de un millón de euros o que el artista pertenezca a la galería que dirige la nueva compañera sentimental del ministro es mucho más anecdótico que el hecho de que ya se advierta en Alvárez-Cascos un cambio de sensibilidad por los efectos del amor. No se explicaría de otro modo que las toscas maneras del titular de Fomento fueran sustituidas esta vez por las delicadas formas de un lírico que exaltaba el viernes el papel del arte, y nos contaba cómo "gracias al simbolismo creado de la mano de Valdés y Vargas Llosa" la nueva terminal se transformaba "en un imaginario auditorio donde la magia de las formas y las palabras invitan a viajar también a través de los sueños".
El que parecía verdaderamente transformado era Alvárez-Cascos, y tanto lo parecía que lamentaba uno que con tal cambio lo perdamos de vista precisamente ahora. Rajoy se priva con su marcha de un delicado ministro de Cultura y a la cultura misma se le niega el apoyo de un ministro transformado por ella. También podría nombrarlo ministro de Turismo y Cultura si se atiende a este hermoso párrafo de su discurso: "... viajar es soñar y reencontrarse con uno mismo. Soñar, hacer soñar y vivir, realidades y ficciones, viajes y mensajes...". Gracias al amor un ministro rudo pasa a ser un ministro ensimismado, y de su contacto con Valdés, que ama Nueva York porque "está llena de diferencias y de un amor a la cultura, a lo distinto, que aquí no existe", surge un Cascos desconocido y cosmopolita. Un español que debió sentirse aludido cuando leyó lo que Valdés, exquisito, dijo en este periódico: "¡Aquí somos todos tan iguales, nos gusta tanto la tortilla de patata!". Y es verdad. Menos mal que también hay gente que, como Valdés, valenciano, prefiere la paella o, como el asturiano Cascos, la fabada. No sé si la diferencia de Gallardón con ellos se halla en el cocido madrileño. O si la España Una del PP nos quiere a todos en la tortilla de patata.
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