Ángel Guerra
Ángel sale de La Duquesita de comprar bombones de licor para Claudia cuando una pareja está a punto de tirarle el paquete de un empujón. Con la recriminación en los labios se revuelve, pero la pareja ha sido más rápida y no sólo no se disculpa, sino que celebra la casualidad de encontrarlo. Ángel no les hace caso, preocupado por la conservación de sus bombones, y sólo cuando intuye que ninguno se ha roto, porque no hay mancha en el papel que los cubre, accede al asedio de la pareja, que se esfuerza en despertar su memoria con una insistencia fuera de tono. Pero, como ocupan la acera de la calle de Fernando VI y estorban el paso de los transeúntes, Ángel les propone charlar en un sitio más desahogado. Entonces ella habla por primera vez. Señalando con la cabecita el café de enfrente, anuncia: "Estoy muerta, ¿vamos ahí?". Y al rebotar el timbre de su voz sobre la fachada modernista de la Sociedad General de Autores, Ángel recobra el estigma de la imperial ciudad de Toledo.
Y retrocede en el tiempo y se instala en la sala donde una docena de personas asistía a la conferencia -Ángel Guerra y el Toledo de Galdós- que había publicado en libro la editorial donde Ángel trabaja. En su coche trajo a Toledo al autor y en él lo devolvió a la capital de España después de una cenita costeada por su empresa para los que por haber escuchado la disertación se consideraban invitados a consumir la sopa de pan y la perdiz estofada que, junto al tinto del país, aterrizaron sobre el mantel del restaurante típico situado a dos pasos de donde había hablado el erudito, por increíble que resulte a los que padecen los desplazamientos y rigores circulatorios del gran Madrid.
Al abandonar el restaurante -y cuando en la sensualidad de la noche toledana aleteaban las tres culturas-, esa mujer que ahora pisa con una petulancia indecente el café de la calle de Fernando VI, instó al erudito galdosiano a complacerse con el murmullo del Tajo en el lugar que ella conocía y al que le acompañaría muy gustosa porque no debía marcharse de la ciudad de Ángel Guerra sin su caricia en el cuerpo. Fue al regreso de la excursión artística con el erudito -y muy despeinados ambos por el viento de la historia-, cuando la misma mujer que ahora pide una clara de cerveza en el local cuya decoración ha revisado al entrar con insufrible desdén, convocó a su esposo, que andaba en otro grupo, para endosarle el acertijo: "¿Verdad que llamándose Ángel tiene que quedarse en Toledo?". Y, para que nadie se confundiera, se descolgó del brazo del erudito para apoyarse en el destinatario de su alusión, ese representante de la editorial que, algunos meses después, rescata aquella frase del desván de los recuerdos e identifica a la parejita toledana con los agresores de sus bombones.
Bastan unas palabras de tanteo para recuperar aquella camaradería. Naturalmente, Claudia se incorporará al almuerzo que celebrarán, a propuesta de la mujer, en un restaurante cosmopolita -sulamita, somalí, samoano-, porque para repetir el menú diario prefiere no abandonar su Zocodover del alma. El marido sale en busca de un aparcamiento subterráneo y al quedarse solos Ángel y ella, la mujer le pregunta si hará honor a su nombre y a Toledo. Azorado, Ángel desvía la vista y advierte una mancha en el envoltorio de los bombones. Ella decide poner remedio ahora mejor que cuando vuelva su esposo. Descabalga del taburete y agarra el bolso con una mano y a Ángel con la otra. "¿Dónde están los servicios?", conmina al camarero que, muy excitado, tartamudea la respuesta.
El camión de limpieza que opera junto a la Sociedad de Autores borra cualquier sonido en kilómetros a la redonda. Cuando el camión se marcha, se oye argumentar a Ángel para no comprar bombones: "Más vale que Claudia no se entere". Contrariada, la mujer exige un copazo y el camarero, aturdido, se riega al servirla. Llega el marido con un paquete. "Mazapanes para Claudia", informa satisfecho. "¿De La Duquesita?", pregunta Ángel. "De Sonseca", rectifica el marido. "¿Sonseca?", se extraña el camarero dejando de limpiar su camisa. La toledana clava su mano en el brazo del empleado del sector terciario. "Hay un rincón en Sonseca", afirma tasándole con los ojos, "desde donde ves París".
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