La mayor amenaza contra la humanidad
Una bomba sucia!". Fue lo primero que pensó Abel González cuando, el pasado día 6, se enteró de que un atentado terrorista había causado cerca de 40 muertos en el metro de Moscú. Este argentino fue director de la Comisión de Energía Atómica de su país antes de ponerse al frente de la división de radiación y seguridad de los residuos en el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA, una agencia de la ONU). Sabe muy bien que la bomba
sucia, la siniestra combinación de explosivo convencional y contenido altamente radiactivo (no necesariamente el plutonio o el uranio enriquecido esenciales para fabricar una bomba nuclear clásica), encarna una amenaza relativamente fácil de convertir en realidad por un grupo terrorista, incluso menos poderoso que Al Qaeda. Y más en un país como Rusia, que, cuando la URSS estalló en 1991, heredó un inmenso potencial atómico, de uso civil y militar, cuya seguridad, sobre todo la de miles de fuentes radiactivas utilizadas en la industria e imposible siquiera de localizar y contabilizar, no está en condiciones de garantizar.
Los rebeldes chechenos ya colocaron una 'bomba sucia' en Moscú, en 1996, que no hicieron explotar. Era una simple prueba de fuerza. Pero entonces iban ganando la guerraLos rebeldes chechenos ya colocaron una 'bomba sucia' en Moscú, en 1996, que no hicieron explotar. Era una simple prueba de fuerza. Pero entonces iban ganando la guerra
Abel González es consciente de que existe un peligro real, que no se trata del argumento de una novela como la que Dominique Lapierre y Larry Collins idearon hace 25 años. El quinto jinete comenzaba con una supuesta carta del líder libio, Muammar el Gaddafi, para chantajear a EE UU con la amenaza de hacer estallar una bomba atómica en el corazón de Nueva York. Como una premonición de lo que estaba por llegar el 11-S de 2001, uno de los capítulos se titulaba Los rascacielos volarán por los
aires.
González sabe que los independentistas chechenos (principales sospechosos del atentado del metro) son capaces de plantar en Moscú una bomba
sucia, que los expertos aclaran que, en sentido estricto, no es un arma nuclear. Ya en 1996, Shamil Basáyev ordenó enterrar un artefacto que combinaba dinamita y cesio 137 en el parque de Izmaiolovo. No se hizo estallar. Sólo era una advertencia, una prueba de fuerza.
Es comprensible el sobresalto que tuvo este argentino encargado de lidiar en el OIEA con algunas de las más aterradoras consecuencias de la era nuclear. Y es que, en las últimas semanas, no ganamos para sustos en el más que peligroso ámbito de la proliferación atómica y el terrorismo del mismo apellido, pese a alguna que otra buena noticia.
La alarma ha adquirido tal magnitud que el presidente norteamericano, George Bush, tuvo que salir al quite el pasado miércoles para reconocer que el mercado negro de tecnología nuclear, y las facilidades que otorga a la proliferación atómica y al terrorismo más temible, constituyen "la mayor amenaza a la que hoy se enfrenta la humanidad". Por ello pidió el refuerzo de los mecanismos internacionales de control y advirtió de que no tolerará que terroristas o regímenes hostiles amenacen al mundo con armas de destrucción masiva, las mismas, por cierto, que un ejército de inspectores norteamericanos no ha sido capaz de hallar en Irak. Por último, Bush lanzó esta advertencia a suministradores, intermediarios y compradores en el supermercado atómico: "Os vamos a encontrar y no descansaremos hasta que os capturemos".
Volviendo a las buenas noticias, la mejor ha sido sin duda la conversión del rebelde Gaddafi, que, tras decir los pecados al confesor (admitir que estaba desarrollando un programa nuclear militar), ha hecho propósito de la enmienda y está cumpliendo la penitencia. No ya por haber tirado de chequera para salir del lazareto y zanjar los contenciosos por el derribo de un avión comercial norteamericano y otro francés, sino por haber cantado con todo detalle sobre quienes le ayudaron a avanzar en sus planes atómicos.
España, en la trama
Entre otras cosas, la confesión libia está ayudando a desentrañar una trama que, aunque tiene su principal componente conocido en Pakistán, incluye también transferencias de tecnología nuclear que, sabiéndolo o no los fabricantes, viajó desde empresas productoras (puede que alguna de ellas española) hasta Libia, con escala, por ejemplo, en los Emiratos Árabes Unidos. El OIEA, el Centro Nacional de Inteligencia (desde noviembre de 2001) y el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón (desde junio de 2003) siguen la pista de este mercado negro en España, investigando entre fábricas de maquinaria y herramientas de doble uso, como centrifugadoras susceptibles de ser empleadas en la industria civil y en programas atómicos militares.
Abdul Qadeer Khan, padre de la bomba atómica paquistaní, ha terminado admitiendo sus trapicheos con Trípoli, Teherán y Pyongyang, que han revelado la fragilidad del sistema internacional de control. Pese a ello, ha obtenido el perdón del presidente Pervez Musharraf, tal vez porque, si se tira demasiado de la cuerda, ésta podría terminar ahorcando a buena parte de la élite castrense y política del país asiático, un recién llegado al selecto club atómico, junto a su vecino y gran enemigo: la India.
Otra buena noticia es que Irán, pillada por el OIEA en una red de medias verdades y algunas mentiras, ha declarado que cancela su programa de enriquecimiento de uranio, que siempre negó tener, y, sin renunciar a sus planes civiles atómicos, ha firmado, como pretendía la agencia de la ONU, un protocolo adicional al Tratado de No Proliferación nuclear (TNP) que debería facilitar futuras y más eficaces inspecciones. En plena crisis entre conservadores y radicales, que las elecciones del viernes acentuarán hasta el paroxismo, la república islámica no logra convencer a la ONU y a EE UU de que le resulta vital, estratégica y económicamente, desarrollar un programa nuclear pacífico cuando el subsuelo del país y del golfo Pérsico hierven en petróleo y gas.
Como en el caso libio, los acontecimientos de Irak pesan como una losa en el cambio de actitud iraní. Si EE UU, obviando la oposición de la ONU, Rusia, China, Francia y Alemania, invadió un país en el que a la postre se está demostrando que no había armas de destrucción masiva, y mucho menos atómicas, ¿qué no podría hacer la superpotencia única, si sale del avispero iraquí, con países a los que pega la etiqueta de delincuentes y que intenten entrar en el club nuclear?
Y se acabaron las buenas noticias. Mala noticia, tal vez la peor, es que Corea del Norte, un pequeño país asiático con varios millones de sus habitantes que sólo pueden llenar el estómago (y no siempre) gracias al programa de alimentos de la ONU, con un régimen comunista reconvertido en tiranía hereditaria que constituye una reliquia, se permite plantar cara a la comunidad internacional y al mismísimo imperio único. Y lo hace con un programa atómico militar que ha desarrollado siendo signatario del TNP, y que, muy probablemente, le ha permitido disponer de un mínimo de dos bombas nucleares y de los misiles capaces de lanzarlas, no ya contra el hermano-enemigo surcoreano o la vecina Japón, sino, tal vez, contra Hawai, Alaska o la costa Oeste de EE UU.
La peculiaridad norcoreana consiste en que, al contrario que Irán o Libia, no sólo no oculta su designio nuclear, sino que hace gala de él, como si no temiera que EE UU la aplaste con la máquina de guerra más poderosa del planeta. Incluso ha llegado a invitar recientemente a expertos norteamericanos para que comprueben sobre el terreno que hay ya plutonio suficiente (extraído de 8.000 barras de combustible gastado de la central de Yongbyon) para fabricar un buen puñado de bombas y para hacerles comprender que pueden haber mucha más materia prima oculta en lugar seguro, no vulnerable a un bombardeo selectivo. El OIEA estima que el arsenal de Pyongyang, que apenas hace un año se salió del TNP y expulsó a los inspectores de la ONU, puede incrementarse sin necesidad de una explosión de prueba.
El dictador Kim Jong Il juega al gato y el ratón, en busca de sustanciales compensaciones económicas y políticas, insinuando primero que, además del programa de producción de plutonio, tiene otro de enriquecimiento de uranio para negarlo después, un desmentido que resulta menos creíble que la insinuación. Para colmo, deja entender que un ataque exterior tendría una consecuencia inmediata: la invasión de la otra Corea, al sur del paralelo 38. Sabe que la amenaza es creíble. Los norcoreanos pasan hambre, pero sus misiles y su ejército, de más de un millón de hombres, podrían aplastar al régimen aliado de Estados Unidos, pese a estar apoyado sobre el terreno por 37.000 soldados norteamericanos. Peor aún: otra guerra en Corea sería invendible a nivel interno para cualquier inquilino de la Casa Blanca. En la de los años cincuenta, el general Douglas Mac Arthur llegó a pedir que se utilizase el arma atómica.
El desafío norcoreano
El caso norcoreano pone de manifiesto las incongruencias de la política norteamericana de no proliferación, que pasa por aprobar programas de desarrollo de nuevas armas atómicas, como las que, con potencia explosiva relativamente pequeña, tendrían capacidad para penetrar hasta el último rincón de la cueva o búnker subterráneo en que pueda ocultarse el enemigo, como hizo con éxito Osama Bin Laden en las Montañas Blancas de Tora Bora (Afganistán). Una política que incluye clasificar a las potencias nucleares en legítimas e ilegítimas, y, dentro de éstas últimas, en tolerables e inadmisibles. Las homologadas son, además de EE UU, Rusia, China, Reino Unido y Francia, o sea, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, los ganadores de la II Guerra Mundial. Las que no tienen el certificado de limpieza de sangre son Israel, India, Pakistán y Corea del Norte.
Israel es un caso aparte, una herida abierta en todo el mundo musulmán, un sangrante ejemplo del doble rasero de EE UU, donde la simple insinuación de que habría que desarmar al Estado israelí suena a herejía que pueden profesar analistas marginales como Noam Chomski, pero no políticos en su sano juicio, excepto que quieran hacerse el haraquiri. Machacar Afganistán e Irak, sí. Disculpar los errores que condujeron a la última guerra y se agudizan en la posguerra, también. Plantearse ataques a Corea del Norte y otros países delincuentes, tal vez. Pero quebrar el poderío militar israelí, eso jamás.
El Estado israelí no ha firmado el TNP, y no reconoce ser una potencia nuclear, pero lo es, y no a pequeña escala, sino con unas 200 cabezas atómicas. El científico Mordejái Vanunu dio toda clase de detalles en una entrevista concedida al dominical británico The Sunday Times en 1986. Eso le convirtió en objetivo del Mosad, que organizó una novelesca operación de caza y captura dirigida por Rafi Eytan. Éste contó para atrapar a su presa con la inapreciable ayuda de una atractiva y explosiva rubia que engatusó a Vanunu para que viajase con ella a Italia, donde la aventura sentimental degeneró en secuestro y desde donde fue conducido hasta su país y sentado en el banquillo en un juicio secreto del que salió condenado por alta traición a 18 años de cárcel, que está cumpliendo hasta el último día, como aviso a navegantes. Más aún, cuando termine de purgar su pena, el 21 de abril, tal vez siga entre rejas o estrictamente vigilado o sin poder salir de Israel.
Gobiernos sucesivos, y el de Ariel Sharon no es la excepción, se han encargado, paradójicamente, de hacer entender a quien quiera tomar nota (sobre todo, los regímenes árabes colindantes) que Israel tiene la bomba, y que, si se ve en peligro, no dudará en utilizarla. Ya estuvo a punto de hacerlo, cuando se vio en peligro durante la guerra del Yom Kipur de 1973.
La mecha indo-paquistaní
Corea del Norte, por supuesto, es la auténtica bestia
negra, pero India y Pakistán forman una extraña pareja, nueva en el club atómico (sus primeros ensayos datan de 1998), vista con malos ojos por Estados Unidos por desafiar la política de no proliferación, pero finalmente tolerada porque la última guerra afgana ha convertido al régimen de Islamabad en un aliado del que no se puede prescindir. Ni siquiera la evidencia de que, durante años, importantes secretos nucleares paquistaníes han terminado en manos de regímenes enemigos del imperio, como el norcoreano, el libio y el iraní, han llevado a la Casa Blanca a conducir hasta el grado de amenaza creíble su oposición al programa atómico de Islamabad.
Musharraf intenta convencer a todo el mundo de que no hay peligro de que grupos terroristas como Al Qaeda (y en Pakistán son legión) consigan en su país una bomba nuclear o el material y la tecnología necesarios para fabricarla. Detonadores y núcleos de docenas de cabezas atómicas están almacenados separadamente para minimizar riesgos, pero los trapicheos ahora conocidos de Abdul Qadeer Khan provocan un escalofrío en cualquiera que se detenga a pensar en la frágil seguridad del mundo que nos ha tocado vivir. Un mundo en el que aumentar el número de Estados que quieren entrar en el club atómico y en que tan sólo una vez se ha dado el caso de un desarme atómico voluntario. Claro que para que las seis o siete bombas surafricanas se convirtieran en chatarra fue necesario que llegase a la presidencia uno de esos hombres que hacen historia, Frederik de Klerk, desmantelador del apartheid.
India y Pakistán no van a seguir el ejemplo de Suráfrica. Peor aún: la agria disputa por la región de Cachemira, que arranca de la división de la India británica en 1947, y que ya ha costado varias guerras y muchos miles de vidas, deja en el aire la perturbadora posibilidad de que, si las cosas se ponen mal, ambos países recurran al arma atómica.
Una de las más preocupantes derivaciones de las ventas de tecnología nuclear efectuadas durante años por el paquistaní Abdul Qadeer Khan es que entre sus clientes pudiera estar el mismísimo Osama Bin Laden. Matthew Bunn, uno de los más destacados expertos en terrorismo y proliferación nuclear, investigador en el proyecto Tratando con el Átomo de la Universidad de Harvard (Estados Unidos), recuerda que el jefe de Al Qaeda "quiere hacerse con armas atómicas para utilizarlas contra países occidentales, y ha intentado repetidamente comprar el material y reclutar a los expertos necesarios para fabricarlas". Pese a todo, el Instituto por la Ciencia y la Seguridad Internacional (organismo privado norteamericano) no encontraba un año después del 11-S ninguna evidencia creíble de que Bin Laden tuviese la bomba o suficiente material fisible (plutonio o uranio enriquecido) para fabricarla. Lo que no significa que no la tenga.
Bunn opina que es muy real el peligro de que Estados hostiles (por supuesto, pone a Corea del Norte en cabeza de la lista) y grupos terroristas tengan acceso a la bomba, pero no le resulta claro cuál es la peor de las dos amenazas: "Es más probable que un Estado consiga armas nucleares, pero es más probable que las utilicen los terroristas".
La parte más difícil del proceso para hacerse con una bomba es conseguir unos pocos kilos de plutonio o uranio enriquecido. Bastaría con 9 kilos del primero de estos elementos o 25 del segundo para un artefacto de un kilotón. La bomba de Hiroshima, detonada el 6 de agosto de 1945, tenía 15, pesaba unos 3.600 kilos (incluyendo 60 de uranio enriquecido), y medía unos 3 metros de largo y 0,75 de diámetro), aunque desde entonces se ha progresado en la miniaturización.
La bomba nuclear conocida más ligera que ha fabricado Estados Unidos (la W54, bautizada como Davy Crocket) pesa sólo unos 23 kilos y tiene una potencia de un cuarto de kilotón. Al menos en teoría, cobra por tanto forma mortal (nunca mejor dicho) el fantasma evocado a finales de 1997 por el general y político ruso Alexandr Lébed, que denunció la desaparición, tras la descomposición de la URSS, de 100 maletines nucleares. El tamaño de estos artefactos hacen cuando menos verosímil la posibilidad de que un grupo terrorista pueda burlar las barreras con que se protegen los Estados. La masiva emigración ilegal y el narcotráfico a gran escala demuestran día tras día que las fronteras son peligrosamente permeables.
"Una vez que se disponga del material", señala Bunn, "es perfectamente verosímil que un grupo terrorista sofisticado pueda fabricar un explosivo atómico rudimentario capaz de reducir a escombros el centro de cualquier gran ciudad". Y recuerda que, antes del 11-S, dos científicos nucleares paquistaníes se reunieron durante horas con Bin Laden para tratar del asunto, aunque no hay constancia de cuánta información crucial fue transferida entonces, antes y quien sabe si después.
El riesgo se encarna también, prosigue Bunn, en la existencia de "ingredientes esenciales de las armas atómicas almacenadas en centenares de edificios [incluyendo los reactores de las centrales productoras de energía eléctrica, de los que hay nueve en España] ubicados en decenas de países y protegidos apenas por un vigilante nocturno y una alambrada". La amenaza resulta especialmente aterradora en el inmenso espacio postsoviético.
"El colapso de la URSS", sostiene Bunn, "supuso la primera vez en que se ha hundido un imperio armado con miles de bombas nucleares y con suficiente material para fabricar decenas de miles más, y creó un conjunto de graves problemas que aún no han sido completamente resueltos". Lo que no significa que haya simplemente un problema ruso, sino uno más amplio, planetario, que no quedará resuelto "hasta que se ponga bajo llave cada arma atómica y cada kilogramo de material nuclear, esté donde esté". ¿Una utopía? No. "La tecnología existe. Se trata de una cuestión de decisión política".
Cooperación o catástrofe
"Se disputa una carrera entre cooperación y catástrofe, y me temo que hasta ahora va ganando la catástrofe", asegura este experto. Y propone tres pasos para hacer frente, cuando menos, a las amenazas más temibles: 1) Lanzar una iniciativa global para que en pocos años se retiren los materiales nucleares de los emplazamientos más vulnerables. 2) Que EE UU y Rusia firmen un acuerdo para hacer posible que las cabezas y el material nuclear de ambos países esté totalmente seguro antes de cuatro años (al ritmo actual se tardarían 12). Y 3) Incrementar el ritmo de la cooperación internacional para mejorar la seguridad y el control de armas y materiales nucleares en el resto del mundo, desde países que únicamente tienen pequeños reactores de uranio enriquecido hasta los que, como Pakistán, tengan arsenales fuertemente vigilados, pero se enfrenten a graves amenazas internas y externas.
Mohamed el Baradei, el egipcio que dirige el OIEA, afirma que las alarmantes noticias de las últimas semanas sobre el tráfico ilegal de material y tecnología nuclear, con Pakistán en el ojo del huracán, suponen sólo la punta del iceberg de un gran supermercado atómico que prueba la insuficiencia del actual sistema de control, algo en lo que coincide con Bush. El Plan de Acción contra el Terrorismo Nuclear, aprobado por la agencia en marzo de 2002, era muy ambicioso en sus objetivos, reflejados en ocho áreas de actuación, desde la protección de instalaciones hasta la respuesta frente a atentados. Pero ha quedado en poco más que una declaración de intenciones. Tal vez por ello, varios países, con EE UU a la cabeza, han unido esfuerzos para crear una alternativa, la Iniciativa de Seguridad de la Proliferación (PSI en sus siglas en inglés).
El riesgo de utilización del arma nuclear nunca ha sido mayor que ahora, declaraba recientemente Mohamed el Baradei. Y también: si no hacemos algo, caminamos hacia la catástrofe. Como para echarse a temblar.
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