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Tribuna:
Tribuna
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¡Kant en Bagdad!

Pregunta. Señor filósofo, ¿por qué solicitó un visado para Bagdad?

Respuesta. Como sabe, los "grandes hombres" fallecidos residen eternamente en las Islas Bienaventuradas, y allí, a veces, se aburren. Con motivo del segundo centenario de mi muerte, tengo derecho a un año sabático. Es un placer regresar a la tierra para asistir, de forma anónima, a este extraño comienzo de milenio. Igual que les sucedía a mis colegas, los filósofos griegos, me encanta sentirme desorientado. Al fin y al cabo, ¿no es el asombro nuestro pecado original?

P. Pero ¿por qué aterrizar en Irak? No le conocía ese gusto por las situaciones conflictivas, la sangre y la muerte. ¿No prefieren los pensadores y los poetas las sociedades felices y pacíficas, el lujo y la serenidad? Un polemista francés dijo, a propósito de usted: "Kant, que pretendía ser "puro" e inmaculado, tenía las manos tan sucias que no tenía manos". ¿No le da miedo ensuciarse?

R. Desconfíe de lo que se dice, señor periodista. Al consagrarme como la gran conciencia alemana, mezclaron todo y me confundieron con mi ilustre predecesor, Leibniz, o con mis herederos infieles, Hegel y su alegre prole. Todos ellos son pensadores sistemáticos. Saben más que yo sobre la Providencia y la justicia divina. Juzgan el curso del mundo desde el punto de vista de la eternidad, pre o post histórica. Cómo me divertí, encaramado en mi nube, al oír a un pensador norteamericano, de origen japonés, que predicaba "el fin de la historia" cuando se hundiera el imperio soviético. Era una fantasía (Schwärmereï) prestada de Kojève, que, en 1937, creía firmemente que Stalin era ese final, esa magnífica culminación de la aventura humana. En 1806, Hegel, su maestro intelectual, había dicho ya lo mismo al creer que el final de la Historia lo representaba Napoleón sobre su caballo, pacificador de una Europa ilustrada por los siglos de los siglos. Siempre he sospechado de esos sueños de armonía. No olvide que mis obras más importantes se titulan Críticas. Son obras de combate. No se puede ser más claro: desde el segundo párrafo de mi prefacio a la Crítica de la razón pura, ya definía la metafísica como un campo de batalla ("Kampfplatz"), un "combate sin fines". Comprenda que, para mí, la condición humana es un puro "agôn" en el sentido griego, una lucha permanente consigo mismo, la batalla de una razón frágil que acepta el desafío de estupideces, entusiasmos y locuras.

P. No es la imagen que se tiene de usted. Un ensayista estadounidense, Kagan, acaba precisamente de reprocharle que encarna el espíritu pacifista, e incluso capitulador, de una vieja Europa que prefiere Venus a Marte, la voluptuosidad a la guerra.

R. Ahórrese las referencias analfabetas. Calificarme de epicúreo, apóstol del disfrute y el consumo: ¡qué osadía! Cualquier estudiante de primero que dijera una cosa tan absurda merecería un cero. Lo normal no es que me llamen libertino, sino más bien reprimido. Y también se equivoca en todo lo demás.

P. Sin embargo, también hay profesores alemanes, debidamente cualificados, que le colocan en el "campo de la paz": los participantes en las manifestaciones masivas que hubo en Alemania en la primavera de 2003 "habrían podido tomar prestados con facilidad sus lemas y sus argumentos de los escritos del pensador de Königsberg", escribió Der Spiegel en un artículo que pretendía ser serio y culto.

R. Otra vez, cómo me movilizan. En 1914, Thomas Mann me coronó como jefe de Estado Mayor del espíritu alemán, mientras que los franceses se referían a mí para librar "la guerra del derecho". Permítame que sus siniestras locuras me hagan sonreír.

P. Se está escabullendo. ¿Acaso no escribió Hacia la paz perpetua? ¿No asegura tener un espíritu "cosmopolita", que pretende resolver sin guerras los tratos entre naciones?

R. Decididamente, joven, su siglo ha perdido el gusto y el sentido de la ironía. ¡No olvide jamás que soy contemporáneo de Voltaire! Cuando titulé mi ensayo sobre política internacional, como dice usted, La paz perpetua, mencionaba en las primeras líneas el letrero de un hotel en el que se veía un cementerio, el único lugar que puede garantizar una "paz perpetua". Es una broma tomada del viejo Leibniz. La paz a cualquier precio, mal que les pese a los pacifistas, es la muerte. Atrévase a estudiarme con más detalle: no creo que mi lectura vuelva a nadie, si no hace trampas, incondicionalmente contrario a la guerra. Odio más el despotismo que una situación de guerra. Yo propuse una alianza de Estados "republicanos" (aunque fueran monarquías "constitucionales", como Inglaterra), es decir, Estados respetuosos de las libertades públicas. En cambio, siempre condené la "fusión de Estados" bajo la bota de un autócrata que garantizaba una paz despótica, esa paz de los cementerios "que reposa sobre la tumba de mi libertad".

P. ¿Prefiere el caos iraquí actual, con sus atentados, al orden de Sadam Husein y su paz llena de osarios?

R. Probablemente, pero lo decidiré después de haberme informado sobre el terreno. En las Islas Bienaventuradas no disponemos de televisión, y sus periódicos nos llegan con enorme retraso.

P. No olvide que se le considera un pensador moral y virtuoso, y nuestros pacifistas apelan a usted para expresar el horror que les inspiran los guerreros y su inevitable brutalidad.

R. Estos bienpensantes vuelven a leerme al revés. Soy yo, precisamente, quien escribió que "el hombre desea la concordia, pero la naturaleza sabe mejor que él lo que le conviene a su especie: ella quiere la discordia". Alabé "la insociable sociabilidad" de los hombres, que les vuelve celosos y rivales, porque les arranca de una indolencia nociva y les civiliza: "Sin estas cualidades de insociabilidad, poco simpáticas en sí, desde luego, pero de las que procede la resistencia que cada uno debe necesariamente encontrar contra sus pretensiones egoístas, todos los talentos permanecerían eternamente encerrados en sus gérmenes en medio de una existencia digna de pastores de la Arcadia, en el amor mutuo, la frugalidad y la concordia perfectas: los hombres, tan mansos como los corderos que pastorean, no otorgarían más valor a su existencia que a la de su rebaño; no colmarían el vacío de la creación".

Sus pacifistas se parecen a esos pastores de la Arcadia que eluden la condición humana en lugar de asumirla, y se merecen, en mi opinión, el nombre de "altermundialistas". Viven en otro mundo, como la paloma que cree volar más deprisa y más alto y, cuando desaparece la resistencia del aire, se detiene y se precipita, con las alas desplegadas, al vacío.P. ¿Le caen más en gracia los que invocan su autoridad para reclamar la Legitimidad Internacional de las Organizaciones Mundiales, con el fin de condenar sin remisión el intervencionismo "ilegal" y "arbitrario" de la coalición contra Sadam? ¿No es la ONU el hijo legítimo de su derecho "cosmopolita"?

R. Un hijo bastardo, en todo caso. Ya la impotente Sociedad de Naciones anterior a 1940 recibió escandalosamente el adjetivo de "kantiana". ¡Bis repetita non placent! Entre los dos centenares de Estados que forman su ONU, más de la mitad son autocráticos, despóticos y corruptos. No responden, en absoluto, a mi definición de Estado "republicano", lo que llaman ustedes "democrático". No importa qué adjetivo se les asigne, los Gobiernos controlados por una opinión pública son los únicos que me parecen dignos de formar una coalición para garantizar, en la medida de lo posible, la concordia internacional. Sin embargo, para incorporarse a la ONU, no se exigen ni la libertad de expresión, ni los derechos de las minorías, ni el respeto al individuo y el ciudadano. Esa asamblea planetaria no puede compararse con mi "federación de Estados republicanos". Su "comunidad atlántica" parece más próxima a mi proyecto: un conjunto de Estados democráticos y libres que excluyen el recurso a las armas entre ellos e intentan instaurar la paz a su alrededor, e incluso defenderla por medios militares. Berlín y París han roto esta solidaridad atlántica al invocar una supuesta legitimidad superior -el Consejo de Seguridad de la ONU-, pero yo no puedo servirles de aval. Su eje de la paz París-Berlín-Moscú-Pekín, en mi opinión, es una impostura, porque Moscú y Pekín tienen poco que ver con las normas "republicanas".

P. Antes de desearle una buena estancia en Bagdad, permítame, señor filósofo, una observación personal, no sobre sus ideas, sino sobre su tono. Da la impresión de que ha perdido esa calma distante que, según dicen, caracterizaba sus posturas. ¿No será que es otro quien habla por su boca? ¿Por qué esa agresividad? ¿De qué tiene miedo?

R. En mis tiempos, efectivamente, los debates decisivos eran más apagados, no eran, como dicen ustedes, "mediáticos"; el gran público no se interesaba por ellos, el pueblo se resignaba y suponía, como escribí, "que pensar no era asunto suyo". Desde entonces, después de varias guerras y revoluciones, los conflictos ideológicos han franqueado el muro de las universidades y han saltado a la plaza pública. "En el fondo, antes de nuestra época, no había actualidad", dijo Thomas Mann en plena guerra de 1914, al destacar que la manera de leer y, por tanto, de escribir se había transformado por completo. "Antes se leía con pasión, muchas veces, pero con una pasión más abstracta... Hoy, al leer, es posible sufrir convulsiones de odio y revuelta". Reconozca que mi tono, aunque es más agitado, todavía no llega a la convulsión.

P. Aun así, la universidad alemana le encontraría más tajante que de costumbre.

R. Lo que dice es que no encajo bien con mi caricatura. En París y Berlín, las cancillerías me atribuyen ideas que son todo lo contrario de lo que considero importante: la distinción entre la edad adulta de la Ilustración y la tutela oscurantista de los despotismos. El presunto "campo de la paz" prefería que Sadam Husein siguiera en su puesto, antes que ver traspasar las fronteras de Irak. Este principio de soberanía absoluta procede de mi adversario filosófico, Carl Schmitt. No de mí.

Schmitt decía que el Estado decide de forma soberana entre el Bien y el Mal, el Amigo y el Enemigo, lo Tolerable y lo Intolerable, y que ese dueño absoluto de las decisiones, que lo juzga todo, no puede ser juzgado por nada ni nadie. Así, por ejemplo, Carl Schmitt dio su aprobación a la toma del poder por parte de Mussolini y Hitler, y apuesto lo que sea a que Putin no es indiferente a los encantos de su "Estado totalitario". Schmitt no cree que haya crímenes contra la humanidad, sólo existen crímenes contra el Estado, definidos por el Estado. El juicio de Núremberg no se celebró por los crímenes nazis, sino que sólo fue, según Schmitt, una imposición arbitraria de los vencedores.

Afirmar, en nombre del respeto humano, que hay que interferir en los asuntos de un Estado asesino para detener una matanza o una escalada genocida, es proclamar -y yo estoy de acuerdo- que la libertad y la supervivencia de las poblaciones civiles importan más que la soberanía absoluta de los Estados. El derecho de injerencia constituye un pecado capital para los que defienden la capacidad de decisión del Estado como Carl Schmitt, pero es un deber ineludible (demasiadas veces olvidado) según su Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada en Ginebra en 1948.

P. Carl Schmitt ya no existe, usted está muerto, ¡concédale, desde su cielo estrellado, un alto el fuego académico!

R. Ni hablar. O él o yo. Europa duda ante esta elección: o se erige como polo, como potencia, y se apoya en una Rusia autocrática para oponerse a Estados Unidos, o la Unión Europea, a la que están incorporándose naciones con el recuerdo reciente del despotismo -y, por tanto, preocupadas por las libertades individuales-, trabaja en la construcción de un conjunto democrático mientras confía en que, un día, Rusia, Turquía y otros puedan respetar también las reglas del Estado de derecho. Ése es mi programa, Kant contra Carl Schmitt.

André Glucksmann es filósofo francés. Traducción de M. Luisa Rodríguez Tapia. © André Glucksmann, 2004.

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