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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El periódico de la vida

Alexandre Porcel ha hecho un excelente trabajo al preparar la edición en dos volúmenes de lo que llama La crónica de Destino, una antología de los miles de artículos que publicó la revista barcelonesa entre 1937 y 1980. El trabajo tenía grandes posibilidades. Si uno echa al saco decenas de artículos de una revista que ha durado más de cuarenta años y donde han escrito bastantes de los mejores es muy probable que acabe cosiendo un libro decente. Sin embargo, Porcel Jr. ha hecho algo más ambicioso: explicar la posguerra y la transición españolas a través del periodismo. En realidad: ha confeccionado el último número de la revista Destino, un número extraordinario que se extiende a lo largo de dos nutritivos y brutales tomos de 1.841 páginas, ideales para el picoteo o para leerlos de la cruz a la raya (un sanatorio, un crucero, una semana santa), a los que sólo faltan algunas de las magníficas, ingeniosas y modernas portadas que su editor Josep Vergés diseñaba con o contra -pero siempre con general acierto- sus colaboradores.

LA CRÓNICA DE DESTINO. Antología del semanario publicado entre 1937 y 1980

Edición de Alexandre Porcel

Destino. Madrid, 2003

Dos tomos

1.841 páginas. 45 euros

La expresión "número extraordinario" no es exageradamente metafórica. Porcel ha segmentado por capítulos la última historia de España utilizando algunas fronteras canónicas (Guerra Civil, apertura al exterior, desarrollo económico o transición democrática) y desplegando en el interior de cada capítulo las secciones habituales de la propia revista. Hay así artículos de política exterior, de política española, de cultura, pero también de deportes o espectáculos, sin que Porcel tampoco desdeñe el publirreportaje o las cartas al director. La ambición es totalizadora y casi siempre también el resultado: los artículos ofrecen un interés variable que depende de quién los escriba y de quién los lea, pero hasta su banalidad suele ser siempre significativa.

El método del antólogo sur-ge de una convicción implícita: la posibilidad de escribir la historia, no ya a partir del periodismo, sino con el periodismo. Hay quien después de dos siglos de periodismo moderno aún insiste en la circunstancialidad del texto periodístico, en su evaporación, en la sardinilla que envolverá el periódico al día siguiente y en otras novelerías. Sin necesidad de encuadernarse, el periodismo ha sido un elemento clave en la formación de la conciencia moderna. Y si es conveniente que pase la prueba del libro -la expresión es de Gaziel- o la generalización de la prueba digital que se avecina es, sobre todo, para que esa influencia pueda rastrearse y evaluarse. Las hemerotecas españolas están llenas de grandes libros enterrados y no es extraño que algunos últimos recuentos periodísticos como las historias republicanas de Camba, Chaves Nogales, Gaziel y Pla, la antología que celebró los cien años de Abc o los recientes artículos de Corpus o Ruano hayan deslumbrado a tantos lectores. Explicable deslumbramiento, insospechado por muchos lectores contemporáneos y por el canon crítico convencional.

Respecto al placer literario

del viejo periodismo cabe detenerse un momento en la aduana del anacronismo estilístico. La operación de leer textos periodísticos del pasado es muy peculiar. El lector inserta fácilmente cualquiera de esos viejos relatos en el grueso periódico de innumerables páginas que lleva leyendo desde el inicio de su vida alfabetizada. Aún más: hay lectores que padecen la ilusión de que los viejos periódicos forman parte del presente. Una enfermedad. El síndrome de la hemeroteca. El lector va pasando las páginas de un diario antiguo y se fija distraídamente en el anuncio de venta de algo que le interesa: de inmediato apunta en una de sus fichas académicas el número de teléfono del que lo vende. Para llamar después.

La inserción de los textos del pasado en ese enorme periódico de la vida (en ese continuum) proporciona algún sobresalto estilístico. Es como si el lector, al incorporar esas hojas sueltas a su diario ideal, esperase una adaptación automática a las normas estilísticas del presente. Operación obviamente imposible, que recordaría, como ha escrito Xavier Pericay, "la de la mayoría de historiadores contemporáneos, cuando, al contrario de un Michélet, quieren hacer pasar por el tubo del presente los hechos del pasado". El anacronismo periodístico no goza de la belleza melancólica que tantas veces sostiene su presencia en las novelas; ni siquiera se advierte su precisión o su pertinencia, rígidamente presionada como está nuestra lectura por las retóricas contemporáneas. En la literatura periodística el anacronismo es una aduana que debe franquearse venciendo la fascinante ilusión de que el viejo periódico ha salido esta mañana. Preservando su carácter histórico, también desde el punto de vista estilístico. Si se cumple esta condición, la lectura del gran periodismo del pasado se convierte en una inolvidable lección literaria.

En la historia de Destino hay muchos ejemplos de gran periodismo. Valga uno por todos: el reportaje escrito por Ignasi Agustí, publicado el 6 de marzo de 1938 y titulado Los ocho primeros días rojos de un premio Nobel, por el que Porcel siente una justísima predilección. El premio Nobel es Benavente y el tema del artículo, la humillación. En muchos sentidos. La humillación (casi) como placer. Un reportaje de altísimo nivel. Altísimo nivel quiere decir Hersey, Montanelli, Agee o Hellman. El que en muchas ocasiones fue el nivel de Destino.

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