¿La última palabra?
Los autores afirman que ni el Constitucional actuó antijurídicamente, ni el Supremo puede hacer este concreto juicio respecto al tribunal que tiene la última palabra en este tipo de juicios.
El 23 de enero, la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo dictó una sentencia por la que condenaba a 11 de los 12 magistrados del Tribunal Constitucional al pago de una indemnización a un recurrente por la inadmisión de su demanda de amparo. La historia procesal de esta llamativa resolución se iniciaba algunos años antes, cuando este recurrente había impugnado el sistema de selección de los letrados del Tribunal Constitucional ante la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo, que no le había dado la razón. Descontento con esta decisión, por entenderla lesiva de su derecho a la tutela judicial efectiva, acudió en amparo al Tribunal Constitucional. Su ambiciosa petición comprendía previamente el que todos los magistrados del Tribunal Constitucional se abstuvieran, por su directo interés en el asunto de la selección de sus letrados, y el que se instara al legislador para que generara una ley que posibilitara su sustitución por otros magistrados. El Tribunal Constitucional acordó por unanimidad la inadmisión de este recurso, "por cuanto que el mismo no se dirige a este Tribunal Constitucional, sino a otro hipotético que le sustituya". El recurrente insistió en su solicitud a través de un nuevo recurso, de súplica, sólo previsto en la ley para su utilización por el ministerio fiscal. En su acuerdo de respuesta el Tribunal Constitucional no se limita a constatar la inviabilidad procesal de este recurso, sino que se ratifica en su decisión de inadmisión y en la razón de la misma, a la que añade el motivo previsto en el artículo 49.1 de su ley orgánica relativo a la falta de claridad y de precisión del escrito de demanda. El final de esta pequeña historia es el que ya sabemos. El perseverante recurrente llega a la Sala Primera del Tribunal Supremo y ésta concluye, en sentencia que apoyan 10 de sus 11 magistrados, que estas resoluciones del Tribunal Constitucional son "absolutamente antijurídicas" y que la "ignorancia inexcusable" de sus autores ha irrogado un daño moral al recurrente, que debe ser indemnizado con 5.500 euros.
Esta sentencia de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo conmociona el delicado equilibrio de las máximas instituciones jurisdiccionales. Y lo hace de un modo grave y gratuito, sin sustento en una reflexión jurídica que pueda ser razonablemente compartida. Ni el Tribunal Constitucional actuó antijurídicamente, ni -y esto es lo realmente trascendente desde el punto de vista institucional- puede el Tribunal Supremo realizar este concreto juicio respecto al Tribunal que tiene la última palabra en este tipo de juicios.
En primer lugar: como con contundencia afirmaba el voto particular a la sentencia, del magistrado Marín Castán, no puede ser antijurídico inadmitir una demanda inadmisible. Como tampoco puede serlo dejar de motivar lo evidente. Y lo evidente es que la demanda contenía dos pretensiones jurídicamente irracionales. La primera consistía en acudir a un órgano judicial supremo en una determinada materia jurisdiccional y a la vez recusarlo en su totalidad, abocando la demanda a un callejón sin salida. A la vez, contradictoriamente, pedía una resolución (la instancia de un proyecto de ley) que no sólo caía fuera de las competencias del Tribunal Constitucional, sino que se dirigía precisamente al tribunal cuya abstención se había solicitado con carácter previo.
Tan atípica y errática solicitud sólo podía tener la razonable respuesta que debe darse a las cuestiones irracionales: la inad-misión. Tan obvia le debió parecer al Tribunal Constitucional la inadmisibilidad de la demanda que ciertamente no se esmeró mucho en explicarla, aunque su escueta motivación remitía a su falta de jurisdicción, a la manifiesta falta de contenido de la demanda en cuanto a su peculiar solicitud de instrucción, y a la falta de claridad y precisión del amparo que se impetraba. No está de más recordar al respecto, en cualquier caso, que la propia Ley Orgánica del Tribunal Constitucional permite a éste la inadmisión sin motivación (por providencia), si como era el caso ésta es unánime, y que su propia doctrina de la motivación exime de explicar lo obvio. Debe recordarse asimismo que esta misma cuestión de la recusación de los magistrados del Tribunal Constitucional respecto a este mismo asunto (modo de selección de sus letrados) fue rechazada por la Sala Especial del Tribunal Supremo en una escueta resolución que contenía una motivación similar a la del Tribunal Constitucional y que sorprendentemente contaba con la firma del ponente de la sentencia civil condenatoria que ahora comentamos.
Pero la cuestión principal no es si el Tribunal Constitucional actuó o no actuó antijurídicamente. La cuestión principal es quién puede determinar eso. La cuestión es que en las preguntas jurídicas acerca de si se puede admitir un recurso de amparo constitucional y de cuánto ha de motivarse una respuesta jurisdiccional el Tribunal Constitucional tiene la única, en el primer caso, y la última palabra, en el segundo. Lo primero lo dictan la lógica y el legislador (artículo 4 LOTC). Lo segundo lo sienta la propia Constitución cuando atribuye al Tribunal Constitucional la jurisdicción máxima de amparo de los derechos fundamentales, entre los que se encuentra el derecho a la motivación de las resoluciones judiciales. En alguna instancia tiene que residir la jurisdicción última en cualquier materia, y en materia de derechos fundamentales el Constituyente decidió situarla en el Tribunal Constitucional, sin que pueda otro órgano jurisdiccional, ni siquiera el Tribunal Supremo, revisar sus resoluciones o someterlas a algún tipo de responsabilidad que parta de su supuesto carácter erróneo.
La sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo cuestiona el diseño constitucional del amparo de los derechos fundamentales y con una fundamentación jurídica inaceptable deslegitima a una de las instituciones que más coadyuva y ha coadyuvado a la consolidación de un ordenamiento jurídico democrático. Alto precio el de esta resolución del Tribunal Supremo, que con tan discutibles fundamentos provoca tan graves consecuencias.
(*) Además de Liborio L. Hierro Sánchez-Pescador, catedrático de Filosofía del Derecho; Enrique Peñaranda Ramos, titular de Derecho Penal, y Juan A. Lascuraín Sánchez, titular de Derecho Penal, todos de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), este artículo lleva la firma de 46 profesores más de la UAM, así como dos profesores de las universidades Carlos III y de Alcalá.
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