Las lágrimas de Alí
Las palabras son insuficientes para expresar el horror de la guerra. Y en la distancia, sólo la imágenes nos permiten acercarnos al dolor humano y a la aniquilación de la vida que se logra con la guerra. Por eso, cuando las imágenes de este horror escapan a la censura de los agresores y son contempladas por los ciudadanos, aflora en la sociedad un espontáneo sentimiento de rebeldía contra los gobernantes responsables de tan graves crímenes. ¿Quién no recuerda el poderoso rechazo a la guerra de EE UU en Vietnam que provocó la imagen de aquella niña vietnamita, corriendo despavorida con el cuerpo desnudo y quemado por el napalm? Así sucedió también hace un año, cuando millones de personas interiorizaron el injusto sufrimiento del pueblo de Irak y salieron a la calle exigiendo el fin de una guerra, decretada al margen de la ONU por los señores de la comunidad de las Azores. Y entre todas las fotografías terribles de esta guerra, una de las que provocó mayor indignación, fue la del pequeño Alí, de apenas 10 años, cuyo cuerpo colateralmente quemado y con los brazos amputados, se nos ofreció como la imagen más ilustrativa de la barbarie provocada por los invasores de Irak. Sin embargo, ese sincero y espontáneo grito unánime de rechazo a la guerra, fue eficazmente apaciguado por esos gobernantes guerreros, con poderosos mensajes de destrucción masiva de las conciencias de los ciudadanos, con falsas razones y falaces argumentos. Para evitar masacres, era inevitable matar inocentes, poniendo en riesgo de muerte a nuestros propios soldados y funcionarios; para combatir el terrorismo, era necesario sembrar el terror. La paz era la excusa para la guerra, sin miedo a destrozar las normas de convivencia internacional tan difícilmente logradas. El objetivo era claro; instalar el imperio de la mentira, para ocultar la verdad y con ella, silenciar el dolor y la identidad de las víctimas. "¡Ay! De los pueblos y de los gobernantes, a los que no se les remueven las entrañas ante el dolor de las víctimas", decía hace unos días Jon Sobrino en Valencia. Quienes seguimos reclamando, una paz justa, nunca olvidaremos a Alí; ni tampoco a tantas personas indefensas e inocentes, masacradas. Siempre pensamos que llegaría el momento en que también pudieran exigirse responsabilidades jurídicas por los crímenes cometidos en esta ilegítima e injusta guerra. Ahora que las razones esgrimidas como pretexto se esfuman y aparecen nítidos los elementos jurídicos del delito; ahora que algunos se afanan en reescribir la historia, tratando de eludir sus responsabilidades; es sin duda el momento de exigir justicia y reparación para las víctimas. Porque, como decíamos hace un año, repugna a la propia dignidad de los seres humanos, que ningún autor o promotor de crímenes contra la humanidad pueda quedar en la impunidad. "Polemizar sobre las armas que tenía Irak es una grave irresponsabilidad"; "hay que mirar al futuro, no al pasado"; "sólo actuamos de acuerdo con lo acordado por la ONU"; dicen los responsables del gobierno español, vulnerando descaradamente el principio jurídico de los propios actos, que la evidencia de las pruebas desmorona sin dificultad. Las lágrimas de Alí, secas y pegadas en su rostro, no pueden caer en el olvido. Ellas nos exigen un nuevo y sano ejercicio de rebeldía contra tanta arrogancia y desfachatez. Y si ya no podemos tenderle nuestra mano; al menos utilicemos las nuestras, para juzgar a quienes contribuyeron a privar a Alí de las suyas.
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