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Columna
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Contra las trincheras

Por la grieta que abrió Carod Rovira ha entrado en erupción volcánica la vida política catalana, no sólo el Gobierno tripartito de la Generalitat. Signos diversos, bastante visibles, anunciaban desde hace años el fin de lo que se llamó el oasis catalán, es decir, el ocaso de un sistema político que ha servido para una época, ya periclitada, de reconstrucción política y sentimental, de crecimiento económico y de relativa estabilidad bajo el paraguas de la Europa económica. No voy a cansarles con la lista completa de los signos que anunciaban la obsolescencia del modelo. Mencionaré solamente algunos. Los datos económicos vienen anunciando que la economía catalana ha dejado de ser la locomotora industrial de España. Siguen llegando ciudadanos extranjeros que, instalados en grandes bolsas en barrios y ciudades, provocan formidables cambios sociales (cambios que reclaman vigorosas respuestas en los ámbitos de la vivienda, la seguridad, el trabajo, la escuela, la sanidad). La lógica globalizadora, por otra parte, despierta entre nosotros, como en todas partes, miedos e inquietudes de diverso pelaje (la sufren los obreros industriales en las deslocalizaciones, las clases medias a causa de las dificultades que encuentran sus vástagos universitarios para colocarse; lo sufre la sociedad en general al entrar en crisis el sistema de valores morales por el predominio absoluto de la televisión y lo perciben los defensores de la lengua y los modos culturales autóctonos, que agonizan arrastrados por el huracán uniformador).

"No será posible explicar qué quiere Cataluña si la única vara de medir es nuestra capacidad de irritarnos ante los desafueros de Aznar"

También la clase política daba, en los últimos tiempos, involuntaria impresión de zozobra y agotamiento. La parálisis y la degradación del pujolismo (certificados en la caída electoral de Artur Mas) traducían el ensimismamiento de un nacionalismo construido alrededor de un líder que se mostraba en los últimos años incapaz de entender lo que está pasando. Paralelamente, el marchitamiento de las ideas y las propuestas de algunas instituciones dirigidas por el PSC (Ayuntamiento de Barcelona) evidenciaba que era todo el sistema político catalán el que estaba necesitando un baldeo, como efectivamente revelaron los tristes resultados del PSC de Maragall. Reaparecen, en cambio, con cierto vigor el purismo de izquierdas y el purismo nacionalista: sin presentar recetas renovadas, sino, como sucede en otros ámbitos (en la Iglesia, por ejemplo), reafirmando los dogmas del pasado ante las incertidumbres del presente.

El extremismo político de Aznar ha enmascarado esta crisis. El aznarismo produce una gran antipatía en amplios sectores de la sociedad catalana (por su idea de España de matriz neofalangista, por su talante bronco y despectivo, por el desprecio de las complicidades de la transición, por su voluntad de tensar la vida pública, por su falta de matices en la llamada cuestión vasca, por su fervorosa actitud proamericana en la guerra de Irak, por su tendencia -muy castiza - al sostenella y no enmendalla, visible estos días en los que se agarra a posiciones que ya ni Bush ni Blair mantienen). El "no a Aznar", sin embargo, se ha convertido en Cataluña en un lugar común que, justificado o no, produce cierto bochorno intelectual, pues, más que una alternativa política, parece una alergia física, una erupción psicosomática (si no una máscara carnavalera). Consolidando el antiaznarismo como principal recurso argumental, los partidos catalanes realizan una especie de viaje al pasado (antifranquismo) en unas coordenadas que nada tienen que ver con las que fueron.

La izquierda gobernante (hija de un pacto precario que se ha violentado inexplicablemente) tiene unas cuantas obligaciones para con la sociedad catalana (una sociedad que observa el espectáculo de estos días con una mezcla de incredulidad y desolación). Abandonar las obligaciones por la tentación populista (sea por vía del refrendo a Carod Rovira, sea por la del "no pasarán" que algún eslogan de José Montilla sugiere) sería un viaje a ninguna parte. La ciudadanía reclama una ambiciosa política social (cosa que, según nos prometen, el Gobierno de la Generalitat va a afrontar sin demoras, y es realmente esencial que esta labor se realice con prontitud y eficacia). Y reclama algo más que el tambaleante pacto de circunstancias que ahora contemplamos. Reclama la puesta al día de la propuesta catalana para España y para Europa. No será posible explicar a los españoles qué quiere Cataluña si la única vara de medir es nuestra capacidad de irritarnos ante los desafueros de Aznar. Ciertamente, la estrategia de Aznar es la adaptación a la más negra tradición hispánica de la idea que los neocons americanos tienen de la política: amigos y enemigos. Enemigos de la patria, destructores de la patria. Está claro que la lógica es ésa. Lo que no está nada claro es que pueda responderse a esta lógica con la apuesta simétrica de una Catalunya resistent. Primero porque si la sociedad española es tan compleja que no puede comprimirse a la manera de Aznar, la sociedad catalana lo es más y, por consiguiente, es muy arriesgado especular con una respuesta unívoca y heroica. Pero sobre todo porque Cataluña tiene en su tradición valores no épicos que están esperando ser reescritos y que pueden ser defendidos sin trincheras: pactismo, trabajo, excelencia, pragmatismo, innovación cultural y económica, transversalidad, europeidad, pluralidad, diálogo. Europa está esperando un nuevo modelo para salir del empate de los estados. Y Cataluña está en condiciones de desarrollarlo, no anteponiendo la forma jurídica (Estado), sino asumiendo su propia complejidad social y proyectándola como un valor de futuro. Algo de eso, creo, intenta el Fòrum. Eso es, en todo caso, lo que muchos esperamos de este pacto de izquierdas y de este Gobierno: que se atreva a salir del guión (y del campo de batalla). Que construya uno nuevo en el que la catalanidad no sea una trinchera, sino una nueva ágora mediante la cual la sociedad se acepta como es y aprende a convertir la complejidad en virtud. Esta Cataluña (la que, en lugar de luchar para tener las fronteras de Malta, consigue dinamitarlas todas y tender sobre sus ruinas irrefutables puentes con regiones españolas y francesas) estará en condiciones de ofrecer un modelo para promover, más allá del euro, nuevas intimidades en la complejísima Europa: algo que los estados, atrincherados, no pueden ni quieren desear.

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