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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Pecados divinos

Por momentos se hace difícil encontrar el eje que vertebra este monumental libro de Alain Besançon sobre la andadura de las imágenes y sobre los argumentos de quienes, a lo largo de la historia de la cultura europea, las han perseguido o condenado. La investigación, que atraviesa la casi totalidad de nuestra tradición estética y filosófica, desde Platón hasta los helados cuadrados de Mondrian, sigue un programa indeterminado en el que se suceden lecturas minuciosas y comentarios inusitadamente inteligentes sobre la obra de quienes han teorizado acerca de la imagen y sobre el arte y la belleza en relación con el sentimiento de lo divino y / o la posibilidad / imposibilidad de representar a Dios.

LA IMAGEN PROHIBIDA. Una historia intelectual de la iconoclasia

Alain Besançon.

Traducción de Encarna Castejón

Siruela. Madrid, 2003

500 páginas. 45 euros

Por lo que parece, el propósito del trabajo era, según el autor, llegar a desentrañar las razones por las que las imágenes, que son nuestra inevitable mediación con el mundo, son ensalzadas, sacralizadas, sublimadas o adoradas y, al mismo tiempo, condenadas, perseguidas, proscritas o destruidas. En definitiva, se trataba de fundamentar históricamente la iconoclasia, aunque sólo fuera para explicar su atemporalidad, puesto que, según se muestra en el libro, siempre ha habido iconoclastas y siempre han esgrimido las mismas razones.

La dificultad apuntada no reside en la factura del libro, que podría servir como modelo de escritura repertorial porque es ameno, interesante, por momentos, incluso fascinante. A ello ha contribuido que Besançon sea un historiador, es decir, un especialista en tramar los acontecimientos y las ideas que los gobiernan, y además, que sea indiferente a las aburridas disputas doctrinarias de los filósofos y los estetas. No, la dificultad está en que no es fácil saber hacia dónde se dirige la investigación. Al final, cuando se ocupa de la vanguardia de comienzos del siglo XX, descubrimos que el libro traza una gran parábola para presentar la abstracción en el arte contemporáneo como una forma de iconoclasia basada -puntos más, puntos menos- en los mismos principios teológicos que abonaban los argumentos de los iconoclastas antiguos. Naturalmente, esta tesis contradice el hecho de que la abstracción contemporánea tiene lugar en un mundo sin Dios, de ahí que Besançon tuviese que volver sobre toda la tradición anterior para apoyarla. El criterio de validación es, pues, historicista, y el espíritu de la investigación -como ya imaginará el lector- es hegeliano.

Muchas cosas son ponderables en este libro. Su elaboración impecable, sus espléndidas lecturas, sobre todo de las estéticas antigua y medieval, pero también de los grandes modernos: Kant (que, por una vez, no parece plúmbeo), Hegel o Schopenhauer, y su lúcida apropiación de la hegeliana idea según la cual el arte es una necesaria elaboración del sentimiento religioso. Como suele ocurrir en estos casos, hay omisiones flagrantes (el Renacimiento y el Barroco, la pintura española y flamenca); hay desvíos y digresiones, como la exagerada atención a lo que llama "excepción francesa" -la cual, según dice, hizo a Francia impermeable a la influencia de lo sublime- y un llamativo contraste entre los primeros siete capítulos, donde la imagen es examinada en su dimensión metafísica, y el enfoque iconográfico de la pintura de los siglos XIX y XX. Cuando se aplican a este periodo, los argumentos de fondo decaen -quizá porque es el tiempo en que el arte es mera representación de sí mismo-, se echan en falta razones teóricas y, como suele suceder, el autor se dedica a contarnos lo que ya se ve en los cuadros, tal como hacen la mayoría de los críticos de arte. Tampoco faltan algunos gazapos: como seguir atribuyendo a Longino la autoría del anónimo Tratado sobre lo sublime, o afirmar que la estética de Hegel es romántica (!) o que Picasso es un pintor catalán (página 315).

Pero éstas son cuestiones poco relevantes. Estamos ante una espléndida investigación, cuya lectura es recomendable cuando menos para desmentir la majadería de que el rasgo definitorio de nuestra época es ser una "cultura de la imagen".

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