Informe desde Atenas
Precipitados por determinados acontecimientos, en la historia de todas las naciones existen momentos de transformación irrevocables, de los que no admiten vuelta atrás. Estos acontecimientos, a veces aparentemente superficiales y otras de calado más profundo, alteran para siempre la realidad existente; de ellos se derivan consecuencias múltiples e imprevistas, a las que no queda más remedio que adaptarse.
Tal situación crea un trauma y la de Grecia no es una excepción, aunque se trate de un trauma en sordina debido a que lo que está teniendo lugar estaba previsto -con todo debería haberse hecho con otros plazos-; a que la mayoría de los ciudadanos lo ve como algo positivo; y, finalmente, a que aún no ha concluido. El cambio todavía se está produciendo; únicamente se aprecia de forma fragmentaria y su impacto total no puede notarse aún, ni se advertirá hasta que no haya transcurrido bastante tiempo tras la celebración de los Juegos Olímpicos de Atenas.
Se han cometido muchos errores, pero entre la nube de polvo empiezan a perfilarse las facciones de lo que será la ciudad futura
De momento, los Juegos se
han convertido en sinónimo de inversiones millonarias en infraestructuras por todo el país; no sólo las inversiones necesarias para que Atenas, su sede, se ponga al día -una tarea hercúlea para cualquier ciudad-, sino las que supone la realización simultánea de nuevas dotaciones a escala nacional, puesto que Grecia ganó la candidatura olímpica de 2004 bajo la estricta promesa de tener terminados en plazo todos los proyectos sin concluir (la mayoría ni siquiera iniciados) promovidos con ayudas europeas, proyectos pagados y teóricamente en marcha desde la entrada de Grecia en el entonces Mercado Común, en 1981. Sólo en Atenas estos proyectos incluyen el metro, el aeropuerto, un anillo viario de circunvalación y nuevas líneas de tranvía; y a nivel nacional suponen nuevos tramos de carreteras y mejora de las existentes, obras en puertos y puentes, viaductos y acueductos, gaseoductos trasnacionales, nuevas estaciones de tren y tramos de ferrocarril, etcétera.
Aunque sobre el papel la lista de obras ocupa apenas unas líneas, la realidad -dado que los trabajos de construcción se estarán llevando a cabo en paralelo a la celebración de los Juegos- es sencillamente abrumadora. Cualquiera de estos proyectos en solitario sería necesariamente objeto de un seguimiento exhaustivo, pero todos juntos se convierten en una nebulosa incomprensible, especialmente en Atenas, sumida en un bosque perpetuo de grúas, polvo de obras y embotellamientos de tráfico.
¿Qué papel está desempeñando
la arquitectura en este proceso? Prácticamente ninguno. Para los actuales políticos griegos, el progreso es sinónimo de tecnocracia y la cultura se entiende únicamente en términos arqueológicos y patrimoniales, o de artes escénicas, especialmente cuando tienen como escenario sitios arqueológicos como el tradicional Festival de Atenas, celebrado en Epidauro y en el teatro de Herodes, a los pies de la Acrópolis. La arquitectura se entiende como un producto comercial, ergo los "buenos arquitectos" son los estudios que más facturan (sujetos a afiliación política).
La realidad actual en Grecia es que la participación de los arquitectos en las obras públicas está sometida al control de los promotores, quienes manejan la industria de la construcción, el sector económico con más peso de todo el país. El Gobierno adjudica las obras públicas mediante concursos de empresas promotoras (y no a través de concursos de arquitectura), en los que la propuesta arquitectónica es sólo un elemento de la oferta y en los que el factor decisivo es el económico. El resultado arquitectónico es completamente azaroso y generalmente pobre. Aunque esta situación ha empezado a cambiar, en línea con las directivas europeas, la realidad es que los arquitectos, tanto griegos como extranjeros, están oficialmente clasificados según el tamaño y presupuesto de sus obras construidas, de modo que sólo los que ocupan los puestos más altos en el ranking pueden participar en obras importantes.
De momento, sólo ha habido
dos designaciones arquitectónicas relevantes: la cubierta del estadio olímpico, que realiza Santiago Calatrava por encargo directo del Comité Olímpico; y el Museo de la Acrópolis, resultado de un concurso internacional que ganó Bernard Tschumi; ambos son proyectos simbólicos y de gran visibilidad. Para la realización de plazas y espacios públicos se ha convocado un gran número de concursos menores siguiendo las directivas europeas, pero la mayoría han resultado una decepción e incluso un disgusto para los arquitectos encargados de su ejecución. El ejemplo más reciente ha sido el fiasco de la plaza de la Constitución (Syntagma), un caso típico de obra llevada a cabo sin seguir las instrucciones de los arquitectos.
Esta situación no ha sido siempre la misma. La última oleada de obras públicas, iniciada en la década de 1950 y destinada al turismo cultural, dio lugar a una asombrosa y aún no igualada red de infraestructuras hoteleras, edificios públicos y espacios al aire libre proyectados y construidos por Konstantinidis, Pikionis, Zenetos y otros profesionales menos conocidos fuera de Grecia pero con obras de altísima calidad que todavía se distinguen en el paisaje griego, junto a la producción de algunos arquitectos contemporáneos, como rastros de un sueño incumplido. La belleza nunca es obligatoria: el problema actual no es tanto económico como cultural. Desde hace veinticinco años (y contra la tendencia europea) viene faltando en el sector público griego -cortoplacista y clientelista- algo que antes sí existía: el entendimiento del valor cultural y a largo plazo de la arquitectura y, en consecuencia, de la importancia de la calidad en la construcción. Aunque la situación presenta síntomas de cambio, éste no llegará a tiempo para los Juegos Olímpicos de 2004.
Sin embargo, soy optimista por-
que lo importante de los Juegos Olímpicos no son sólo los estadios, ni la arquitectura, ni las infraestructuras, ni los beneficios, ni la mejora de las ciudades; ni siquiera las propias ciudades. En 2004 los Juegos Olímpicos regresarán a los cielos y al paisaje que los vio nacer, a la cultura y las gentes que los originaron, con todo lo ridículo y sentimental que esto pueda sonar. Los griegos, que son el pueblo más cínico de la tierra, no miran los Juegos con cinismo, más bien muestran una comprensión mucho más clara del evento: después de todo, la concepción de los estadios -por cierto, nunca cubiertos- es básicamente griega, siendo el mayor de todos, el de Olimpia, nada más que un terreno llano con unas piedras que marcaban la línea de salida y la de meta, más una corona de hojas de laurel para la cabeza del vencedor (un gesto que valdría la pena recuperar). Creo que esta idea del acontecimiento, el mayor de todos los que se celebran al aire libre en el país donde se hace más vida al aire libre -entre las montañas y el mar, con una combinación mágica de historia y monumentos-, es algo asumido por la mayoría de los griegos. Medidas de seguridad aparte, y sin pensar en desastres imprevisibles, creo que a todos nos gustaría celebrar unos Juegos más sencillos.
Al igual que en Barcelona 1992, los Juegos Olímpicos de 2004 tendrán lugar en toda la ciudad y en toda la región; Atenas y su entorno serán el escenario, lo que permitirá que las instalaciones permanentes queden integradas en el futuro desarrollo de la ciudad. Se han cometido muchos errores (algunos registrados en piedra, otros rectificados), pero entre la nube de polvo empiezan a perfilarse las facciones de lo que será la ciudad futura.
A pesar de la crisis económica que se anuncia tras los Juegos, se habrá materializado una red de infraestructuras completamente nueva, a una escala no alcanzada por ninguna otra ciudad olímpica. Ésta es la historia real. El resultado final arroja una transformación radical del paisaje griego y nuevas posibilidades, para bien o para mal. Y es a estos cambios a los que la arquitectura griega tendrá que responder con inteligencia, ya que por sí misma nunca podría haberlos desencadenado.
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