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Los errores de ERC y las opciones del PSOE

Los socialistas, que ajustaron sus voces al aliado en Cataluña a cambio de apoyos y tranquilidad, tienen razones para sentirse traicionados. Pero no tienen mucho tiempo para lamentarse. Hasta ahora, por elección propia, se habían encontrado en mitad de un debate con una sintonía prestada. Ante un PP que ha pervertido los mecanismos legislativos y ha reforzado el poder de los ricos apenas hablaba de democracia y de justicia. La crisis de ERC ha modificado las relaciones de fuerza entre los aliados catalanes y, con ese cambio, se abre la posibilidad de recuperar un discurso más acorde con sus principios.

Recordemos cómo fueron las cosas hasta llegar aquí. El guión de este tiempo lo estableció CiU el día en que, viéndoselas perdidas, lanzó al mercado político la propuesta de un nuevo Estatuto de Autonomía. CiU aspiraba, fundamentalmente, a alejar el debate político de su lugar natural, la evaluación de su gestión, y situarlo en un terreno en el que podía subir el listón de las demandas hasta donde quisiera, a sabiendas de que el PSC no podía seguirle sin poner en peligro la victoria del PSOE, y con ello, la propia realización de su proyecto. Por supuesto, CiU no ignoraba que sin un Gobierno de izquierda en Madrid difícilmente prosperaría cualquier propuesta de nuevo Estatuto, incluida la suya. Pero le importaba más persistir en el poder que la realización de su programa que, por lo demás, siempre ha tenido la perpetua insatisfacción como nutriente estratégico.

Tampoco importaba mucho que, según mostró una investigación universitaria, los catalanes estuvieran entre los más satisfechos de España con su autogobierno. Las leyes de la mercadería política se impusieron y, al día siguiente, todos los partidos, excepto del PP, se apuntaron al "yo también y más que nadie".Ya teníamos en el centro del debate político "el problema del encaje de Cataluña", para decirlo con la inescrutable formulación común. Aunque algunos pensaron que, como otras veces, sin la respiración asistida de la campaña electoral, el globo se desinflaría después de las votaciones, lo cierto es que la maniobra de CiU había dibujado un nuevo escenario que tuvo su natural remate en unos resultados electorales que convertían a ERC, con un cuatro por ciento de los votos más que el PP, en la fuerza política decisiva. A partir de ahí, el sabio manejo de ERC de sus alianzas políticas convirtió la operación de autosalvamento de CiU en el problema del "encaje catalán".

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Sea como sea, el nuevo escenario abortó las escasas posibilidades de una línea de acción de los socialistas, aparecida tímidamente en la campaña electoral, que entendía que el debate era de política interior catalana, el de siempre: izquierda y derecha. Argumentos para adoptar esa estrategia no faltaban y se utilizaron. Dos, fundamentalmente: CiU había realizado una gestión socialmente más conservadora que el PP y el Estatuto ofrecía enormes posibilidades para una política socialdemócrata clásica. Además, esa perspectiva cuadraba bien con una política que reconociera el carácter plural de la sociedad catalana, que volviera la mirada hacia esos votantes de lengua castellana, de procedencia obrera en su mayoría, fielmente socialistas en las generales y que no parecían sentirse comprometidos con las instituciones catalanas. Una política que, además de ser de justicia, podía resultar eficaz electoralmente.

De todos modos, esa línea, cuyas posibilidades de prosperar en el seno de PSC siempre fueron escasas, si alguna vez fue posible, pronto quedó convertida en historia antigua. La decisión de ERC de pactar con el PSC dejó para nunca el análisis sereno de los resultados electorales y, en una conmovedora operación, en menos tiempo que se parpadea los socialistas pasaron de la llantina de la primera hora a unas preocupantes hagiografías de Maragall, convertido en el gran timonel de una victoria que jamás existió. Más rápidamente todavía, el líder catalán se enfilaría en un programa "de encaje en España" que descubría irrenunciable, aunque él mismo no lo consideraba defendible antes de las elecciones y que, cabe pensar, de haberse aliado ERC con CiU, habría criticado.

Excluida la opción del debate "izquierda-derecha" y, a la vista de los resultados, al PSC sólo le quedaban dos alternativas una vez asumía, tras el acuerdo con Esquerra, que el problema político fundamental es el del "encaje". En realidad, eran dos alternativas de ERC, que era quien, tal como se jugaron las cartas, decidía la estrategia del PSC e, indirectamente, la del PSOE. El partido de Carod Rovira, fundamentalmente abastecido de un voto de procedencia nacionalista, tenía que ofrecer a su electorado alguna cosa que le permitiera justificar su alianza con los socialistas, tantas veces acusados de sucursalistas. Las dos alternativas tienen que ver con diferentes almas nacionalistas que, con teología esperanzada, algunos creían reconocer en ERC: la étnica y la cívico-republicana.

La primera estrategia asumiría una idea esencialista de Cataluña, impermeable a la historia y la demografía. En esa visión, la ciudadanía se asociaba a la pertenencia a una cultura y la cultura, confundida con la identidad, se vinculaba a una lengua. En lo esencial, se trataría de continuar la política de CiU. Una política que, sin sacrificar severamente los derechos de los individuos, tiene sus límites. Desde el punto de vista institucional, el trabajo estaba prácticamente acabado. Las administraciones y los políticos se dirigen a los ciudadanos exclusivamente en catalán y TV-3 tiene casi completamente agotado el repertorio, sea climático, deportivo, histórico, gastronómico, tertuliano o costumbrista. A lo sumo, se podrían aplicar las penalizaciones ya establecidas sobre rotulación de los comercios o sobre emisiones musicales de las radios y tal vez suprimir en la enseñanza las dos horas de lengua castellana.

La otra posibilidad, la cívica, pondría el acento en mantener la cohesión no desde la identidad, sino desde valores democráticos como la tolerancia, la participación, el sentimiento cívico, el bienestar y la igualdad. Tales valores, que requieren un compromiso ciudadano con la comunidad, resultan estrictamente incompatibles, al menos en sociedades cultural y lingüísticamente heterogéneas, con tesis identitarias que empiezan por decirle a una parte de la ciudadanía que su modo de vida o su lengua no son de allí. Esta línea de argumentación, la que mejor se acomodaba a una sensibilidad de izquierda y, desde luego, dada la realidad social catalana, la más promisoria electoralmente, siempre ha tenido su presencia en el seno del PSC y también se podía reconocer, con algún esfuerzo hermenéutico, en algunas declaraciones de Carod Rovira. Con todo, no era seguro que supusiera una disposición estratégica capaz de sobrevivir a un reparto de cargos que, tampoco esta vez, parecía regirse por sutilezas ideológicas y que se mostraba tan impermeable a los "charnegos" como a las mujeres. De todos modos, incluso con la mejor hipótesis, la propuesta cívica necesitaba algún acompañamiento. Y sólo había uno que, sin muchos problemas, permitía unir con facilidad a los diversos catalanes y mantener la inercia que ERC necesitaba para justificar su pacto estratégico: las relaciones económicas con el resto de España. La sugerencia de que la redistribución y el bienestar de los hasta ahora descuidados en Cataluña requieren la redistribución en España no era un mal banderín electoral mientras se esperaba recoger la cosecha del previsible desmoronamiento de CiU.

Ahí mismo empezaban los problemas de los socialistas. Tal como están configurados los mercados de votos, el nacionalismo identitario de CiU no complicaba en exceso las cosas al PSOE fuera de Cataluña. Éste nunca ha hecho de "la idea de España" su problema y, por lo demás, en los mercados políticos en donde ha realizado su particular batalla de posiciones, en Extremadura, Castilla-La Mancha o Andalucía, resulta irrelevante si en Cataluña o el País Vasco se dilucidan esencialismos identitarios. Ahora bien, si se está hablando de la caja común, los presidentes socialistas de las regiones pobres tienen razones para mirar con poco fervor el giro hacia la España "plural" de Zapatero. Razones que nada tienen que ver con nacionalismos españolistas: razones de principio, los Estados constituyen unidades de justicia, inspirados en la idea de ciudadanos iguales en derechos y obligaciones; y razones de voto, el temor por el mantenimiento de los niveles de bienestar de sus electores o, más exactamente, por el truncamiento de su trayectoria ascendente.

Zapatero tuvo que hacer mangas y capirotes para llegar a las elecciones generales sin que se le desmadejase el proyecto urdido a bote pronto. Hasta marzo podía llegar retorciendo un poco más el ya muy maltratado sentido de las palabras. Disponía de una militancia que, como mostró en su día el referéndum de la OTAN, en las distancias cortas cierra filas con automatismos de centralismo democrático. Pero, al final, se mire como se mire, para una sensibilidad de izquierda no resulta fácil defender un sistema que aspiraba a que a los catalanes se nos equipare de facto a los vascos, sobre todo cuando se reconoce la condición privilegiada de éstos. Un enésimo cambio de proyecto, apresurado y falto de convicción, aunque sólo sea porque no responde a un proceso de reflexión autónomo, no parecía el mejor sustrato ideológico para encarar las elecciones y, con cierto éxito, en las últimas semanas Zapatero iba intentando introducir nuevos argumentos, no siempre apreciables.

La reunión de Carod con ETA ha modificado el escenario. Pero también la dirección de las líneas de fuerza. ERC aparece como un aliado que inspira poca confianza. Zapatero, que había tensado las costuras de su proyecto para dar cobijo a las exigencias de ERC, se encuentra con una acción que prácticamente le enfila sin lugar para el autoengaño hacia la derrota electoral. Cuando ya no hay nada que perder, no hay quien nos pueda amenazar. Por otra parte, la capacidad de presión de ERC, que se amparaba en la existencia de una CiU bien dispuesta, ha quedado seriamente mermada. Empieza a ser una novia incómoda que nadie quiere exhibir como compañía. Por méritos propios, de tener la sartén por el mango e impartir doctrina, ha pasado a convertirse en un incómodo compañero de viaje. Y no parece que la carrerilla que Carod ha tomado después de su destitución mejore las cosas.

Los socialistas no lo ignoran y, en ese sentido, recuperan cierta capacidad de maniobra. El PSOE asumió, de grado o de fuerza, que nada era posible sin un Gobierno de izquierdas en Cataluña y en esa operación ha puesto energías y reajustado convicciones. De pronto, los catalanes, que no le ayudaban a ganar, le pueden garantizar la derrota. Zapatero, que había cumplido su parte, puede empezar a pedirle cuentas a la parte contratante. Por supuesto, las deudas morales, en política, valen bien poco. Otra cosa es cuando hay votos y proyectos de por medio. Y Maragall, antes que otra cosa, quiere realizar sus proyectos, no quiere verse como un segundo Pujol instalado en la perpetua insatisfacción. Para ello necesita que no le vayan mal las cosas a Zapatero. Lo necesita para sus proyecto y también para sus votos. Al PSC no le conviene aparecer desvinculado completamente del PSOE. Un PSOE con todas las bazas perdidas y enfrentado a un PSC poco solidario puede caer en la cuenta de que también tiene una fuerza que ejercer: aparecer en Cataluña con sus siglas propias. De perdidos, al río. Todos. Son cosas que no hace falta decirlas.

Los socialistas, que desde el verano andaban con un discurso de prestado, pueden ahora recuperar cierta iniciativa política. Desafortunadamente, la carrera ya estaba lanzada y ya se sabe lo complicado que supone cambiar de caballo en mitad del recorrido.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

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