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Un Holocausto sin judíos

La campaña del Gobierno vasco a favor de los amenazados por ETA pretende, en palabras del lehendakari, "sacar el tema de las víctimas del circuito político y electoral en el que había entrado y que no llevaba a ningún sitio, sino a la utilización partidista del dolor". Desde luego, nadie de buena fe podrá negar su apoyo y aplauso para esta iniciativa ni tampoco dejar de reconocer que ha existido a veces, por parte de determinadas formaciones políticas, un uso sectario de las víctimas del terrorismo etarra. Y, sin embargo, tanto la campaña de sensibilización en sí (por el spot hasta ahora visto) como las palabras del lehendakari son inaceptables en un aspecto muy concreto: el de que pretenden escamotear la dimensión política de la violencia y la consiguiente victimización que muchos han sufrido.

Reconocer el carácter político esencial del fenómeno terrorista es una exigencia ineludible para su comprensión

En realidad, las propias palabras de Ibarretxe proclaman el error básico de la campaña: porque habla de "sacar a las víctimas del circuito político", cuando lo único que está justificado es sacarlas del circuito partidista. Confunde partidismo y política, lo cual es groseramente equivocado en esta materia. La violencia terrorista es el fenómeno político más importante y significativo que ha ocurrido en la sociedad vasca, hasta tal punto que la realidad de los últimos cuarenta años es literalmente incomprensible sin incluirla como factor esencial del análisis. ¿Cómo podríamos entonces ignorarla en esa dimensión política? Otra cosa es sacar ese fenómeno del juego partidista, algo que intentó precisamente el Pacto de Ajuria Enea hace ya muchos años.

Reconocer el carácter político esencial del fenómeno terrorista es una exigencia ineludible para su comprensión: aquí se mata y se ha matado por algo, y se amenaza a cierta gente por algo. No toda la sociedad está amenazada, sino sólo una determinada parte de ella. Y lo está por unos motivos muy concretos, por un estigma que la marca. Si ello es así, ¿puede realizarse una campaña de apoyo y solidaridad sin mencionar esas causas y ese estigma? No, a no ser que se pretenda reducir al ámbito privado (el dolor personal) un tema esencialmente público.

Sin pretender establecer paralelismos abusivos, podemos preguntarnos si sería posible efectuar una campaña de solidaridad con las mujeres maltratadas sin mencionar el género de los maltratados; es decir, el hecho de que lo son las mujeres y precisamente en su condición de tales. Podríamos preguntarnos si es posible denunciar el racismo en los Estados Unidos sin mencionar a los negros, si es posible recordar el Holocausto nazi sin precisar al mismo tiempo que las víctimas fundamentales fueron los judíos, no los ciudadanos en general. ¿Podría considerarse tal campaña como un ejercicio de sensibilización provisto de algún sentido real?

El planteamiento del Gobierno vasco coincide mucho con el reduccionismo de quienes condenan la violencia porque atenta al valor sagrado de la vida, cuidándose mucho de precisar más. Al quedarse en este mínimo común denominador que equipara todas las muertes, hacen imposible cualquier pensamiento racional sobre la violencia etarra que padecemos. Pensar es distinguir, fijar límites, como sabemos desde los presocráticos. Igualar todos los hechos en su escalón más genérico es lo contrario a razonar. Y en la campaña no se nos dice quiénes amenazan, a quiénes amenazan y por qué les amenazan. Se nos oculta la dimensión política del fenómeno, a cambio de solicitar nuestra inmediata compasión. Sentimientos, no intelecto.

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Viene a las mientes en este punto la polémica postura que adoptó Juan Aranzadi hace años, cuando negaba cualquier posibilidad de agrupar a las víctimas de ETA en categoría alguna que les otorgara un sentido colectivo. Ninguno ha ofrecido su vida por algún fin, ninguno ha muerto para nada concreto, cada uno y todos son víctimas involuntarias de la sinrazón bárbara, decía con razón. Si no han muerto para ningún fin común, no pueden ser unidas en categoría alguna, concluía sin ninguna razón el antropólogo, salvo en la de víctimas. Olvidaba Aranzadi que la categorización puede establecerse desde muchos ángulos, no sólo desde la perspectiva finalista de la víctima. Ninguno quiso morir por nada, cierto, pero todos murieron por una misma mano y por un mismo interés asesino. Ese, el fin que persigue el asesino, es precisamente el que permite establecer la categoría de sus víctimas. Igual que la categoría de afectados por el desastre del Yakolev 42 lo establece el origen del daño sufrido, no la finalidad de las víctimas, que obviamente carecían de alguna.

Todas las víctimas de la violencia etarra han muerto o son amenazadas por el hecho de ser percibidas como un obstáculo para la liberación nacional del pueblo vasco. Esa es la característica que les une y que no deriva de su libre elección, sino de la apreciación inclemente de sus asesinos. Y esa característica es la que convierte el fenómeno en uno esencialmente político: unas determinadas personas son amenazadas porque son consideradas como un obstáculo para la liberación nacional vasca. Quienes no portan ese estigma, pueden vivir tranquilas.

¿Y quién las amenaza? Guste o no, la respuesta es de nuevo política: un sector del nacionalismo vasco ha ejercitado y ejerce todavía la violencia contra los que considera contrarios irreductibles a sus tesis. Nada más lejos de mi intención intentar mezclar en la violencia a otros sectores de ese nacionalismo, a los que considero tan opuestos a ella como yo mismo. Pero no es ignorando esa dimensión política de lo que sucede como pueden ayudar a nadie, y menos aún colaborar a la autocomprensión de nuestra sociedad. Deben dar todavía algún otro paso adelante.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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