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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Cita en Dakota

Marcos Ordóñez

Uno. Jarama se desvía. ¿Cómo contar Dakota sin desvelar sus secretos? Para empezar, el detonante de la comedia sucede fuera de escena, antes de que comience. Hipólito Jarama, un joven dentista, felizmente casado y con un consultorio en auge, no puede asistir al parto de su esposa porque le retiene un perverso congreso de odontología. Jarama recibe una llamada a medianoche: el bebé ha muerto, y él no estaba allí. "Se olvidó de respirar, pobrete", le dice, brutalmente, su suegra. Jarama salta al coche y avanza en la oscuridad. Sobre el mapa, trescientos kilómetros le separan del momento en el que se verá obligado a constatar el hecho. Pero su cabeza sigue las coordenadas de otro mapa: en vez de llegar al territorio de la muerte inaceptable, del sinsentido absoluto, Jarama se desvía y viaja a Dakota, un estado donde todo parece determinado por una red causal y anunciado por sueños premonitorios, y en el que su guía onírico es un guardia civil gallego en funciones de conejo de Alicia.

Un psicoanalista diría que una pérdida no asumida genera una psicosis de pérdida. En su mente dakotizada, Hipólito Jarama querrá creer que Guillermo Criado, un inocente protésico dental, es el amante de su mujer, y, para perderla, para desposeerse, se obsesionará con esa idea. Aparentemente, Dakota es una comedia de cuernos. Pero la maestría de Galcerán estriba en utilizar los géneros para proyectarlos en otra dirección, sin abdicar de sus mecanismos ni desdeñar sus efectos. El verdadero motor de toda comedia digna de ese nombre es un gran dolor secreto. Bajo su superficie, bajo la comiquísima obsesión de Hipólito Jarama, palpita ese hijo muerto, como el que Dalí descubrió en el Angelus de Millet. Ése es el "centro de gravedad" de la obra, su anclaje con lo humano: sin él, su protagonista sería un muñeco exasperado, un Celoso Extremeño incapaz de generar la menor solidaridad. Conseguida, y no sin riesgo, esa empatía fundamental, Galcerán ya puede dedicarse a su juego favorito: atrapar al espectador en el cepo de una estructura conspirativa hasta convertirle en el Watson de un Holmes poseído por el método paranoico-crítico.

Hay ecos de Pirandello, por supuesto, y de Eduardo de Filippo, en ese personaje y en esas estrategias. No hablo de influencias, sino de retornos. Bajo su aire posmoderno, a mí me gusta olfatear en Dakota un perfume que probablemente, por edad, Galcerán desconozca. Un perfume "antiguo", de boulevard poético, de carpintería hecha a mano y sin engrudos que se despeguen a las primeras de cambio. Un perfume que le emparenta con el Anouilh de las piéces grinçantes, con Achard, incluso con el López Rubio de Celos del aire o, desde luego, La venda en los ojos. Sí, me imagino perfectamente esta comedia estrenada en los sesenta, con Juanjo Menéndez eternizándose en el rol de Hipólito Jarama, en el Arlequín.

Dos. Hipólito reina. En el Albéniz, Hipólito es Hipólito, una elección tautológicamente perfecta. Es decir, que Hipólito Jarama corre a cargo del genial Carlos Hipólito, uno de esos naturals, como dicen en Broadway, que jamás da un mal paso, ni siquiera un tropezón, y "muestra" al personaje como si hiciera girar en sus manos un diamante, para revelar, sabiamente, todas sus facetas. Ésa es, quizá, la clave de su enorme talento actoral: no negar nada de cada personaje que elige, absorber su demonio y su ángel, convertirlo en su hermano y salir a escena a defenderlo enteramente, a hacérnoslo próximo y comprensible, para que sea, en fin, hermano de todos nosotros. Con esa asunción absoluta, que destila con una desarmante naturalidad, Carlos Hipólito conseguiría que simpatizáramos con los motivos de Jack el Destripador. Su juego en Dakota, su gran arte, consiste en danzar sobre la cuerda floja que enlaza la ternura y la locura de Jarama, y que el personaje resulte hilarante sin que dejemos de percibir su desoladora ceguera, su monstruosidad esencial. Elisa Matilla y Juan Codina, en los roles de la esposa y el presunto amante, no brillan con la misma luz, y no por falta de talento. Ella es una víctima de esa misoginia galopante que constituye el punto negro de la obra de Galcerán: en su teatro, las mujeres son castradoras, depredadoras o carecen de relieve. Ha de luchar, pues, con el personaje menos agradecido de la función, una mera pantalla de las obsesiones del protagonista, y cuya decisión final obedece menos a la lógica que a las "necesidades de guión". El director de la función, Esteve Ferrer, tiene una gran claridad expositiva y logra un ritmo de pizzicato que roza el virtuosismo en escenas tan difíciles como la de la cena del trío y su enloquecido careo, pero a veces tiende a la banalidad: quien más se resiente de esa línea de dirección es Juan Codina, al que le marca una molesta marionetización de su personaje. He aquí a un actor notablemente entrenado (made in La Abadía), con un gran sentido del ritmo, pero que no logra extraer el alma, el corazón de gran inocente de Guillermo Criado, por exceso de artificio. Alma y pureza, por el contrario, rebosa Ángel Pardo en su composición del carrolliano guardia civil que en la última escena revelará su auténtica verdad. Es un actor que sabe ser cómico sin acelerarse, sin gestos innecesarios y con un hermoso juego de niño grande: el único, en definitiva, que alcanza la química necesaria con Carlos Hipólito. También hay que decir que los intérpretes han de bregar con un teatro tan grande y tan sordo como el Albéniz, escenario lujoso pero inadecuado para esta comedia íntima. Pese a estos desajustes, hay que ver y aplaudir Dakota. Aunque más de uno hable de "teatro comercial" es teatro de siempre, que habla de nuestros dolores y nuestras carencias con el ropaje humilde y enorme de la comedia, y que, por su originalidad, por su inventiva, por su capacidad para llevarnos de paseo tomados por la nariz, está llamado a obtener un gran y merecido éxito.

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