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Columna
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Silencios

En otros tiempos no demasiado pretéritos ni demasiado perfectos, quienes se interesaban por la cosa pública intentaban sintonizar después de la cena las emisiones en castellano de Radio París o de la BBC de Londres. Algunos más politizados acercaban el oído a los discursos épicos del Partido Comunista que emitía desde el Este, y llegaban con mil interferencias. Lo demás era rumor y sólo rumor. Lo demás era susurro opaco, en letra pequeña y sin titulares, en las páginas interiores de algunos periódicos; un susurro controlado por una Ley de Prensa propiciada por el anciano que hoy preside el gobierno de Galicia, y que por aquel entonces era ministro del todopoderoso inquilino de El Pardo; una Ley de Prensa que se suspendía en cualquier estado de excepción o que no impidió, sino justificó, la desaparición o las continuas sanciones a revistas o periódicos moderadamente discrepantes. Pero sobre todo, lo demás era silencio y sólo silencio acompañado de inauguraciones y nodos, de años jacobeos, festivales folclóricos y discursos oficiales contra los colonialistas británicos que seguían ocupando el Peñón de la discordia. Tiempos espinosos aquellos, oscuros y autoritarios, que no tuvieron que digerir quienes ahora rondan los treinta o treinta y cinco años. Otros ciudadanos, entonces con menos años, los digerimos con mala leche y con la esperanza en encontrar el final de aquel túnel informativo. Apenas se atisbaron las primeras brisas democráticas, y con ellas la libertad de expresión, leíamos con avidez las revistas de información política tan pronto llegaban a los quioscos. Y luego, porque todo hay que decirlo, el quiosquero nos indicó que había aparecido este periódico, EL PAÍS, y casi tuvimos que frotarnos los ojos, podíamos leer una prensa homologable con la prensa democrática del resto de Europa. Todo es historia reciente que con frecuencia evocamos.

Y la evocamos, en primer lugar, para no olvidarla. Y la recordamos como recordamos que la libertad de expresión es la primera de todas las libertades según indicó la primera dama norteamericana, casada con el democrático presidente que acudió a Malta en silla de ruedas. Y la sacamos a colación porque con harta frecuencia se intenta imponer hoy en día la ley de la no-información y el silencio en temas de la vida pública que, en mayor o menor medida, a todos nos afectan. Y a todos nos afecta que se construya o no un aeropuerto en las comarcas castellonenses, y a todos nos afecta en mayor medida las actividades públicas, o privadas relacionadas con las públicas, de éste o aquel dirigente público como Carlos Fabra. Lo que nos trae sin cuidado es el divorcio de ésta o aquella famosa, o la historia de sexo manual de un don juan esperpéntico de origen cubano. Lo trivial, más que relacionado con la libertad de expresión, está emparentado con el chiste fácil y tabernario. Y chistes fáciles y tabernarios no son otra cosa que algunos programas que nos ofrece nuestra televisión autonómica y valenciana.

Y no preocupan tanto esos chistes como los sutiles silencios políticos que dejan a la opinión pública sin información; unos silencios semejantes a los silencios lorquianos de la casa de la famosa Bernarda; unos silencios que a lo peor intentan ocultar el dislate. Y unos silencios que se intentan difuminar con una especie de actos de desagravio como los de antaño, aunque aquellos eran patrioteros y estos son de partido; unos silencios que no podemos suplir sintonizando la BBC o Radio París, para conocer qué es lo que realmente sucede con Carlos Fabra.

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