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Columna
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El gran precursor

Todas las aventuras que derivan del romanticismo acaban en fracaso. Los surrealistas promovían algo más que un arte nuevo. Querían dar una respuesta a la angustia, a la sed del hombre moderno, a la mareante inquietud que conlleva la conciencia de uno mismo. Los románticos fueron los primeros en describir esta sed que no obtiene satisfacción. Leopardi la sentía como una inevitable melancolía. Baudelaire se refocilaba en ella convirtiéndola en aristocrático spleen. Algunos radicales, como Rimbaud, lo echaron ya todo por la borda apenas cumplidos los 21 años. Joyce la explicó con minucioso, obsesivo, detalle y alzó un monumento desconsolado. Otros, cada vez más pesimistas, especularon con el absurdo. O, más tarde, golpearon con sus cabezas contra el muro de la existencia. Los surrealistas, por su parte, creyeron haber encontrado una respuesta. Al menos descubrieron una nueva geografía: el mundo de los sueños, el lenguaje espontáneo e instintivo, la paranoia, la liberación de todos los corsés que comprimen, condicionan, esclavizan el deseo. Creyeron haber encontrado un espacio virgen en el que librarse de la prisión de la conciencia. No buscaban, sin embargo, un paraíso en el que evadirse o atontolinarse. Pretendían cambiar la realidad. En estado de furia, con ardor militante, intentan transformar no su vida sino la vida. Hasta que reconocen que el subjetivismo no cambia la nada. Que la realidad objetiva no siente ni cosquillas ante el acoso del subjetivismo. Y entonces se unen a las fuerzas políticas que combaten con instrumentos convencionales, objetivos: se unen a la revolución. Y fracasan con ella.

Mientras Breton, por comunista, y Éluard, por lírico, reposan en el basurero de la historia, Dalí triunfa por desvergonzado y populista

La revolución de los surrealistas proclamaba no sólo el derecho al pan para todos, sino el derecho al goce para todos, al amor, al deseo, a la libertad. Era una batalla perdida de antemano. Es fácil decirlo ahora, en este tiempo nuestro, caracterizado por el repliegue y el desconcierto. Aquella ilusión fue destrozada por la II Guerra Mundial y por las corrientes que en ella confluyeron (el nazismo, el comunismo y las corrientes burguesas mojigatas). Pero el surrealismo dejó sembrada esta intuición, que está en el fondo de la gran ruptura de 1968: cambio social y cambio personal son la cara y la cruz de la misma moneda. Ambos objetivos han sido derrotados por tierra, mar y aire. Ahora (pasado el 68 y comprobado que la práctica obsesiva del 69, y perdonen la broma, no cura la sed, no satisface el deseo) sabemos que la sed es nuestra, pero que el agua que la calma no es nuestra, no está a nuestro alcance.

La aventura del surrealismo es un fracaso y, sin embargo, celebramos a bombo y platillo a uno de sus más conspicuos representantes, Salvador Dalí, cuyo año de gloria ilumina no sólo los salones de Figueres y Barcelona, sino también las paredes del metro de París. En este tiempo presente, fundamentalmente televisivo, en el que el espectáculo personal y la creación artística se confunden, en este tiempo en el que el buen gusto y mal gusto se abrazan alegremente, en este tiempo en el que las vanguardias sobreviven patéticas y resignadas, la figura de Salvador Dalí aparece como el triunfador, el mayor pícaro de la cultura: el gran precursor. Su gran masturbación artística y personal ha resultado profética. Nadie parece dudarlo: Dalí venció la batalla que perdieron los surrealistas. Entonces Dalí venció gracias a su falta de escrúpulos, abandonando los principios éticos y estéticos del surrealismo. Ahora no sólo sigue venciendo (y vendiendo): ahora incluso está convenciendo a los que se supone que tendrían que mantener el espíritu crítico. Le aplauden en congresos, los encumbran en las universidades, recibe homenajes políticos. Dalí sabía lo que buscaba. Bretón lo captó enseguida. Y, cambiándole las letras de su nombre y apellido, lo rebautizó como Avida Dollars. Ávido de dólares, sediento de dinero. En aquellos años el sobrenombre sonaba a crítica, ahora suena a elogio. La sed de Dalí sí podía calmarse. Dalí acaparó grandes sumas obscenamente hasta el final: firmando con mano temblorosa telas y papeles en blanco. Cheques en blanco. Pintura al portador. La riqueza es la forma más clásica del triunfo social. Dalí este triunfo lo disfrutó en vida. Ahora, durante su centenario, obtendrá el Parnaso, la gloria, el irrefutable estado de divinidad cultural.

Desaparecen todas las reticencias académicas o ideológicas. La crisis de los valores artísticos que en la posmodernidad de los ochenta pareció tan saludable ha dado paso a una derrota completa de la modernidad. Definitivamente, el único factor indiscutible es ahora el del éxito económico y popular, el éxito que Dalí ya obtuvo en su tiempo. En aquellos años, era posible la existencia de un artista incomprendido por las gentes, pero defendido por una minoría de expertos. Ahora este dique de contención académico (discutible, claro está, pero cuando menos equilibrador) prácticamente ha desaparecido. Ahora ya sólo decide el factor económico. Se aplaude al artista que las aseguradoras avalan y que las grandes instituciones bancarias incluyen en sus colecciones. Dalí fue uno de los primeros en darse cuenta de ello (años después, Andy Warhol remataría la faena). Dalí fue el más lúdico, es decir: el más sinvergüenza. Sus compañeros surrealistas buscaban en el arte un camino de liberación, pero él ya sabía que el arte no era más que un valor de cambio.

Mientras André Breton, por comunista, y Paul Éluard, por lírico, reposan en el basurero de la historia, Dalí triunfa por desvergonzado y populista. Los ídolos que entroniza nuestro tiempo son descreídos. Dalí se burló de casi todo, aunque nunca del dinero. Impotente para superar a Velázquez, lo disimuló con una fantástica exhibición decorativa. También en este punto es Dalí muy actual: incapaz de superar la tradición, la cultura presente transforma la impotencia en espectáculo. Está tan vacía de significado como llena de propuestas de diversión. Radical de apariencia, busca la cultura presente, por encima de todo, ser rentable. Como Dalí. Las casas y los museos de Dalí, como la cultura de ahora, son teatro vacío, pura escenografía. Dejan al espectador con la boca abierta. Son divertidas, llenas de curiosa amenidad. En ellas el adulto disfruta casi tanto como un niño en el parque temático.

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