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Columna
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A vueltas

A vueltas con lo mismo. Otra vez nos volvemos a encontrar con la historia sabida, las historias de siempre, el mismo cuento y las mismas milongas oídas tantas veces. Uno lee la misma novela, ve la misma película, escucha la misma canción en diferentes emisoras de radio y, lo peor de todo, escribe el mismo artículo. Lo siento. Uno lo siente. Uno nota una desoladora sensación de déjà vu mientras teclea su artículo y hojea su cuaderno de bitácora (esos apuntamientos que va haciendo a lo largo de la semana impresa, la semana que pasa y que pesa, finalmente, como una losa en formato tabloide).

Hace un par de semanas escribía sobre propaganda y propagandistas, desde los de la Asociación Católica, empeñados en propagar la fe de Cristo a base de cristazos y comunión diaria, hasta los de la vietnamita y las estrellas rojas, empeñados en propagar la religión de Marx, Lenin y Mao a base de panfletos, cócteles molotov y ensayos intragables. La propaganda, decía entonces, está en el corazón, en el centro del mapa genético de la política y de las religiones. Nada más natural, por lo tanto, que el despliegue publicitario de nuestro Ministerio de Trabajo; nada más esperable que ese gran do de pecho propagandístico de Eduardo Zaplana, esa autopromoción pagada con nuestros limitados euros. ¿Qué mejor forma de emplear el dinero de los contribuyentes que cantar las alabanzas de cualquier ministerio en vísperas electorales? ¿Quién no lo ha hecho? ¿Quién no lo hace? ¿Quién dejará de hacerlo en el futuro?

Zaplana se distingue, entre otras pocas cosas entre las que cabría destacar su infecto castellano, por el corte impecable de sus trajes, pero no, desde luego, por sus veleidades propagandísticas, aunque adjudicara en 2003 contratos para campañas de publicidad por valor de 41,1 millones de euros. Señalarlo está bien, pero rasgarse las vestiduras por ello es pura hipocresía. Lo que habría que hacer es reabrir el viejo Ministerio de Propaganda, al margen de la portavocía del Gobierno o dependiendo de ella, eso ya se vería en su momento.

Y otra vez hemos visto (y leído) una sentencia absurda. Esta semana un magistrado barcelonés ha marcado un nuevo hito en la literatura judicial al absolver a un acusado de malos tratos basándose en que su esposa, una inmigrante marroquí de 22 años, acudía a la sala de vistas "no sólo arreglada, sino vestida cada día diferente, a la moda, con anillos, pulseras y curiosos pendientes, gafas de tamaño grande..." ¿Quién ha dicho que el tamaño no importa? Para este agudo juez el tamaño lo es todo. Una mujer que exhibe grandes gafas es difícil, por no decir imposible, que sea maltratada por un hombre. Las mujeres con gafas pequeñas suelen ser más propensas a recibir estopa. Y no digamos nada de las que no usan gafas: esas tienen todos los cupones para que sus parejas les pongan un ojo a la funerala. Supongo que cambiar a cierta edad es difícil. No me extraña que el loro de Churchill, a sus 104 años, siga insultando a Hitler.

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