Las gavetas de un periodista
En la primavera de 2000 el periodista y escritor Luis Carandell publicó unas memorias, El día más feliz de mi vida, que tenían mucho de cajón de sastre donde cabían sus recuerdos infantiles, su trayectoria periodística y su condición de trotamundos. Eran unas memorias, desiguales en su resultado, que se beneficiaban (y también era el límite) de la excelente amenidad que fue virtud que siempre le acompañó como periodista de prensa, como columnista de periódico, como cronista y presentador de televisión y como contertulio radiofónico. Ahora, más de tres años después, cuando Carandell ya no está entre nosotros, cuando ya no se le puede leer en la última página del suplemento de Madrid de este diario (él sí que fue, barcelonés de nacimiento, el más perfecto, amable y puntual puente aéreo que se estableció entre las dos ciudades rivales), publica otro libro, desgraciadamente póstumo, que aunque lleve el rótulo -un tanto engañoso- de memorias es todavía más misceláneo, más desordenado cajón de sastre. Ignoro si Carandell -posiblemente el único periodista que se llevaba bien con todo el mundo y del que nadie hablará nunca mal- dejó este libro, así, tal como se nos da ahora, o si bien, manos amigas o familiares han querido que le recordemos, que le echemos de menos, que sintamos una vez más su pérdida, su gracia escribiendo, su erudición contando cosas con este segundo (falso) volumen de memorias, donde aparece, sobre todo, el mejor cronista de viajes (son admirables sus páginas dedicadas a Japón o a Moscú, o a rescatar del olvido el Portugal previo a ese tan olvidado, permítaseme la redundancia, 25 de abril de hace ya casi 30 años), el ameno cronista parlamentario, el fino marionetista que con dos hilos bien movidos nos da el perfil de un hombre público (una comida con un perplejo Pujol que quería saber de buena mano qué era eso de la movida madrileña, o un par de pinceladas repartidas entre Tierno Galván o Fraga: Pujol, Tierno, Fraga, gente de otro siglo, ciertamente). Pero el libro se nos da, con todo, muy desordenado, resulta algo caótico, como si alguien con buena intención -sin más deseo que recordar a un periodista al que, sin ninguna duda, todos quisimos, leímos y aprendimos de él- hubiera vaciado sus gavetas, hubiera entrado a saco en sus cuadernos. Carandell o nunca pretendió hacerlo o le faltaron las fuerzas: por su bonhomía, por haber estado en todas partes acaso tendría que haber escrito, él mismo, la crónica periodística de la transición, el barullo político-periodístico que acabó echando precipicio abajo el frágil puente del tardofranquismo. No pudo hacerlo, o acaso no lo pretendió y, por eso, ahora que ya no está, con respeto y con emoción, le leemos de nuevo; algunas cosas -hechos y anécdotas- ya estaban contadas, con ésas o parecidas palabras, en el volumen anterior (el porqué de esto se me escapa y, a la postre, me da igual). En estas memorias que no lo son, uno ha encontrado al mejor Carandell, al viajero, al periodista culto, que lo observa todo y lo cuenta con naturalidad. Que podía haber sido otro el libro, ésa es otra historia.
MIS PICAS EN FLANDES
Luis Carandell
Espasa. Madrid, 2003
372 páginas. 19 euros
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